El Diablo, ilustración |
Más de un siglo hace que las aguas del río Guadalmez,
con su sonido cantarín, ya no mueven las piedras del viejo molino, y ese mismo
silencio ha desterrado de la memoria de los hombres la historia de lo que allí
pasó.
Se contaba, por aquel entonces, como algo
extraordinario, la riqueza que llegó a amasar el molinero, un tipo huraño y
solitario, con fama de vago, y que de la noche al día, pasó de sestear la mayor
parte del tiempo, llegando incluso a rozar la miseria, a estar moliendo todas
las horas del reloj, y ver como se acrecentaba su fortuna. De todos los pueblos
vecinos venía gente a moler su trigo a este molino, por la rapidez con la que
trabajaba su molinero.
Hubo quien aseguraba que todo era muy extraño, porque
durante el tiempo que se suponía al molinero trabajando, más de uno le había
visto borracho, durmiendo la mona, bajo la sombra de las adelfas, o encerrado
en su cuarto, contando las monedas que iba acumulando.
Luego se supo que al descreído molinero, se le
apareció una noche el mismo demonio, que acudió cuando éste estaba
despotricando contra todo lo sagrado, y le propuso un acuerdo: nunca más
tendría que volver a moler grano y en cambio, vería su fortuna crecer, pero a
cambio, el molinero le entregaría su alma inmortal. Con su propia sangre firmó
el documento del pacto, en la creencia de que todo aquello era sólo un sueño,
pero al día siguiente, cuando se disponía a poner en marcha el mecanismo que
hacía girar las piedras del molino, descubrió que éste ya estaba en
funcionamiento y que los sacos de granos se iban vaciando y llenando por sí
solos. Aquello era cosa de brujería, porque el grano se molía por sí sólo y él
no tenía que mover un dedo. Si el sueño había sido verdad, ahora solo le
quedaba disfrutar de los placeres de la vida, y en ello se afanó los siguientes
años. Como bien le había dicho el demonio, su bolsa se llenaba de monedas y él
tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar de ellas, pasando a ser el vino,
las siestas y la buena mesa su principal ocupación.
Así pasó largos años, llevando la vida de un rico
hacendado, hasta que cierto día se encontró junto a la orilla del río con un
carnero solitario que por allí pastaba. Cuando se acercó a él para espantarle,
éste le habló en la lengua de los hombres, y le recordó que había venido a
cobrar su parte del acuerdo. Cuando el molinero oyó esta demanda, se puso
blanco como la cera y comenzó a sudar, un sudor frío que le corría por todo su
cuerpo y que le hacía estremecerse. No quería seguir escuchando aquello y salió
corriendo, para alejarse de aquella bestia. Al intentar cruzar el río por una
chorrera, su pie resbaló y cayó al agua, con la mala fortuna de golpearse en la
cabeza con una de las piedras. Pronto el agua comenzó a teñirse de rojo, y el
cuerpo del molinero a sumergirse en ella. Días después, encontraron su cuerpo,
hinchado, varado a la orilla del río. El molinero se había ahogado, y no dejaba
heredero alguno para su fortuna. Nadie en el pueblo vertió una lágrima por él,
aunque tampoco nadie hizo ascos al reparto de su dinero entre todos los
vecinos.
Pero con la muerte del molinero no acababa la
historia, porque el mismo día que le enterraron, cuando el sol comenzaba ya a
ocultarse y las sombras se adueñaban del valle del Guadalmez, en el molino se
seguía moliendo el grano, y la luz se escapaba por sus ventanas, mientras que
según algunos testigos, una sombra, oscura y tenebrosa, era la encargada de ir
vaciando los sacos de grano en la piedras del molino, y de recoger la harina
que éstos iban produciendo, para volverla a guardar en otros sacos que iba
apilando junto al muro.
Esa sombra no era otra que el alma del molinero,
condenada por toda la eternidad a trabajar en el viejo molino, por no haber
querido hacerlo en vida, malgastando su tiempo en placeres, que sólo son agradables
cuando se disfrutan en pequeñas dosis.
Los vecinos, temerosos de aquel prodigio, que no podía
ser otra cosa que obra del diablo y de espíritus malignos, decidieron derruir
el molino, y no dejar piedra sobre piedra, para ahuyentar de allí a aquella
sombra. Pero aún solo quedando los cimientos de aquella construcción, hay quien
asegura que se sigue escuchando el roce de las piedras y el batir de las palas,
junto al canto de los grillos y el croar de las ranas. Sólo hay que concentrar
el oído en las noches serenas.
Fuente Carlos Mora
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