Ilustración para la Reina Mora de Villamanrique |
En Villamanrique, romancea la
tradición oral que en muy lejanos días habitaba el castillo de Montizón una
reina mora de belleza no creída a fuerza de no ser vista y admirada. Siguen
relatando las fuentes que en las calurosas noches estivales descendía del
castillo la reina mora con pausado y majestuoso caminar buscando el refresco
del río. Lo hacía acompañada de esclavas y escoltada por su guardia berberisca
que con antorchas, iluminaban sus pasos las noches que no había luna.
Parecía volar la reina mora en alas de
sus velos. Se detenía junto a un pequeño remanso, dócil lagunilla de aguas
plácidas que besaban la ribera –hoy, a este lugar se le sigue conociendo por el
Baño de la Reina Mora- solícitamente atendida, desprendiase de sus coloridas
sedas. En exultante desnudez, tímida rompía el espejo de las aguas. Trovan que
nunca galán fue más complacido y requerido que el Guadalén. Cómo esperaban sus
aguas las caricias del cuerpo de aquella diosa. Caricias que devolvía el
orgulloso río con traviesos y cálidos remolinos que hacían estremecer de placer
a la reina mora al ser catada en sus intimidades. Y como cada noche al
descender sus corrientes en busca de sus mayores, camino del Gran Agua,
susurraban sus voces cristalinas, las delicias de aquella Venus que regresaba a
su hogar primigenio. Sus espumas pregonaban por donde pasaban la negritud de su
pelo, la hondura brillantez de sus ojos, la gracilidad de su nariz, la promesa
de sus labios reventones, la nieve de sus dientes, el ébano embriagador de su
piel, la plenitud de sus pechos, la fertilizadora provocación de sus caderas,
el tímido ombligo que cantó el poeta....
Tanta esplendorosa perfección hecha
mujer mal podía permanecer oculta mucho tiempo, como tampoco sus baños
nocturnos. No se sabe quién ni cómo, pero escaparon de Montizón las nuevas
llegando a las gentes de pueblos y aldeas cercanas. Las escuchó con once orejas
un decidido Belmonteño prometiéndose no cesar hasta dar con la singular
desnudez de aquella joven reina, no siendo ajeno a los riesgos presentes,
agravados por la ya tradicional y antigua enemistad de Torre de Juan Abad con
los castellanos. ¿Sería por un casual encantada doncella sanjuanera como la de
Eznavejor?
La luna llena obraba el luminoso
milagro de vencer a las tinieblas. Caídos de territorios lunares, los hilos de
plata jugaban con las hojas de los árboles haciéndolas brillar fugazmente antes
de llegar a las aguas. A pocos metros de la resplandeciente sensualidad de la
reina mora, el atrevido mozo, encamado entre chaparros, sufría extasiado ante
la revelación de aquel cuerpo desnudo que iniciaba su baño ignorante de saberse
contemplado. Se repetía el rondador que aquella imagen sólo podía ser
mismamente la tan celebrada hermosura del mundo.
¡Cómo centelleaba todo el cuerpo a la
luz de la luna! En el agua, sus manos, versos que nacían en la poesía de sus
brazos, dibujando arabescos en la superficie del Guadalén. Una mano invisible
punteaba melancólica la cítara, quejábase ésta dulcemente.
Conoció nuestro temerario y anónimo
héroe que nunca volvería a ser feliz. Un loco y quimérico amor lo había
encadenado para siempre jamás. Amor incontenible e imposible. Bebían con
fruición sus ojos las formas de la reina mora que con infantiles carcajadas
chapoteaba en aguas de poco fondo y, en remirándola, su corazón era presa de
violentos y desconocidos temblores.
Más no hay que tentar a los hados
protectores de los débiles y enamorados. Estos colosos vigilantes del orden
establecido… -arteros huronean y hociquean por doquier que no se rompa la
armonía y el equilibrio-... ya no veían con buenos ojos las continuas escapadas
del humilde gañán, que al caer las noches marchaba a escape a violar el baño de
la reina mora. Apuntaba muy alto el infeliz.
La última noche de su deleite, la de
su perdición, cobijado lanzaba sus silenciosos suspiros preñados de aromas de
romero, jara y retama. Levitaba místico en nubes amorosas, cuando poderosos
brazos lo sujetaron violentamente.
Oyéronse gritos, maldiciones y
blasfemias. Ilumináronse las almenas del castillo y dióse la voz de alarma con
gran tumulto. Las esclavas unieron sus gritos estridentes por la aparición del
intruso a los de la reina mora al saberse espiada en su intimidad. Cubrierónla
rápidamente emprendiendo regreso al alborotado Montizón. No hubo piedad para el
osado enamorado, su desatino amoroso lo había traicionado. Su amor y la
imprudencia de conocer lo vedado lo conduciría a la muerte.
Encerrado en una mazmorra de los
subsuelos del castillo le dieron terrible y cruel tortura sujetando con fuertes
cáñamos su cabeza alzada e inmovilizada. Sobre ella un extraño artilugio lleno
de agua que de forma continua y mortal dejaba caer una gota de agua sobre la
frente del muchacho, el horrible tormento de la gota a gota. Albas y ocasos
oyeron sus desgarrados alaridos.
Algunos servidores del castillo
hicieron saber en Torre de Juan Abad que el infeliz enloqueció con el martirio
antes de morir en larga agonía con el cráneo taladrado. Aquella dramática y
galana noche de luna llena, la reina mora desapareció, no volviéndose a tener
noticia de su belleza. Marchó sin saber de la vida de su enamorado. Lo que no
tiene nombre no existe.
Queda para nosotros la poesía de luna
de Montizón y el reflejo de las aguas del “Baño de la Reina Mora”. Y dicen que
en el silencio de las lunas llenas, por esto parajes se oyen misteriosos
suspiros de amor... Soñemos.
Fuente: Carlos Villar Esparza
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