Ilustración para leyenda del Castillo Fantasma |
Canta el poema que Tres grandes valles te abrazan, tres son los castillos que te guardan,
Aznaharón, Vioque y Madroñiz, a los que habría que sumar el castro ibero-romano
de La Desesperada, pero aún falta uno más, el castillo encantado de El Morrio.
Sí, sí, ese mismo castillo que no se puede ver y que nadie cree en su
existencia pero que, en días de espesa niebla, algunos pastores y esparragueros
aseguran haberse topado con sus muros y torres. Lo más curioso es que cuando la
niebla se levanta del valle y el sol vuelve a señorear en el firmamento, allí
no queda rastro alguno de murallas ni torreones que se le parezcan. ¡Curioso
castillo que aparece y desaparece a voluntad!
Pero hace siglos, el castillo de El Morrio era una
fortaleza igual a las demás, levantada por los musulmanes para defender el
Valle del Guadalmez y el camino que unía Córdoba a Toledo. Un castillo
gobernado por un alcaide, acompañado de una pequeña guarnición de soldados que,
cuando los cristianos dirigidos por Alfonso VIII el Emperador conquistaron el
castillo de Santa Eufemia, vivía atemorizado y paranoico esperando el momento
que el ejército cristiano llamara a sus puertas.
Una desagradable, lluviosa y fría mañana de invierno
el vigía avisó de la llegada de un visitante, y el alguacil presto corrió a las
almenas para ver de quien se trataba.
-¿Quién va?, le
gritó al caminante, y éste, echando hacia atrás su capucha, les descubrió el
rostro de un hombre mayor de largos cabellos y nívea barba con unos pequeños
ojos negros que reflejaban sabiduría.
- Señor, soy un peregrino que se dirige a Toledo
sediento de conocimientos, y allí espero poder colmar mi espíritu con las
enseñanzas de los grandes maestros. Provengo de Córdoba, donde se me tiene por
sabio, pero de lo único que estoy seguro es que aún me queda mucho por
aprender, y he aquí la razón de mi viaje. Si fueran tan amables de darme cobijo
en esta fortaleza mientras dure el temporal y pueda reemprender mi camino, les
estaría eternamente agradecido.
El alcaide, temeroso de que el viajero fuera un espía
del rey Alfonso y pudiera delatar su debilidad en armas y hombres para defender
el castillo, se negó a abrir sus puertas y contestó al sabio que lo primero que
debería aprender es a viajar con el buen tiempo. Nuevamente suplicó el anciano
que se le diera hospedaje, y por segunda vez fue rechazada su petición. Ante
ello, el viajero tomó su báculo y así hablo:
- La hospitalidad nunca se le debería negar a un
necesitado, y ya que tú y tus hombres, a causa del miedo, no habéis dudado en
negármela a sabiendas de ser injustos, desde este momento disfrutaréis de paz y
tranquilidad eternas y nunca nadie podrá volver a desasosegaros. Cuando con mi
báculo toque vuestras murallas y rece el encantamiento, la fortaleza irá
desapareciendo para siempre jamás, no habiendo ojos de hombre que puedan volver
a vislumbraros por los siglos de los siglos. Atrapados quedareis en este
castillo, y únicamente, los días de niebla sus muros volverán a materializarse.
Si alguna vez, algún viajero consiguiera dar con vosotros, en uno de esos días,
y os pidiera la hospitalidad que a mí me habéis negado, sólo tenéis que
ofrecérsela para que el embrujo llegue a su fin.
Con estas palabras, el anciano se acercó a la muralla,
y tocando con su vara las piedras de esta, comenzó a susurrar una extraña
plegaria. Poco fue el tiempo transcurrido, cuando el castillo, como si de un
dibujo a lápiz se tratara y fuera borrado con una goma, comenzó a desaparecer
ante los ojos de aquel peregrino, y de todos los hombres.
Nunca el rey Alfonso conquistó ese castillo, ni
tampoco Fernando III cuando hizo lo propio con el castillo de Capilla y
Aznaharón, pues allí, sobre la cima del Morrio no había castillo alguno.
Aún hoy día, el alcaide y sus hombres esperan la
llegada de algún viajero que pida su ayuda, para poder romper la maldición.
Fuente Carlos Mora
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