miércoles, 28 de diciembre de 2016

LA TÍA CATALINA. Leyenda de brujas del Campo de Montiel

Ilustración Leyenda la Tía Catalina
La tradición oral afirma que los acontecimientos, mordidos por las alucinaciones que produce la perseverancia de la pobreza, sucedieron lindando la mitad del siglo XIX.
Por aquellos entonces, la tía Catalina, vivía viuda y pobre. Sin un peazo de tierra, ni un roal en la vega, ni una cabra, ni oveja, ni gallino… por no tener, ni gato tenía (lo que contradice la tan conocida regla que todas las brujas tienen uno).
Se la tenía como lagartona, la nube infantil la conocía como la “demonia”. Siempre andaba cancamuseando con ella misma y los saludos de sus vecinos, nunca correspondidos, estaban llenos de aprensión y temor. De figura enjuta, secarrona, cara deslustrada de palidez inquietante, ensapillá dicen que estaba. Sus ojillos no miraban, caían incendiarios sobre lo mirado. Revenía como el agua dormida, de carácter arisco, hacía malas gachas con todos. Sus años medianeros con los cincuenta, poseían la decrepita ancianidad de los desesperados y olvidados. Ciertamente la vida había sido muy perra con ella, en exceso. Cuando callejeaba, que eran habas contadas, pues apenas salía de su enzurronamiento, vestida con el único y raído vestido negro, mil veces concusio, que antaño fue el de la boda, era mortaja viviente. Más que callejear en la soledad de los anochecíos invernales, flotaba en las recién llegadas sombras.
Desde la mala muerte de su marido esnucao por una maldita y cerril mula torda, la terrible miseria ocupaba el lugar del hombre. Cuantas noches cumplió con la cena…en sueños. La acuciante necesidad la convertiría en una hábil y casi invisible rebuscadora: aceitunas, granos de trigo, cardos, unas… recogiéndolas una a una, los granos de uno en uno, temerosa y resentida de ser descubierta. Acudía a las rastrojeras, a las eras, disputando feroz a las aves las sobras esturreadas y casi invisibles.
En su casilla de barro y pajizo, algunas piedras…sin gatera. En el interior ringás se encontraba la meseja y la única silleja. Junto al fuego de la chimenea un poyete. Lo que no se ha dicho hasta hora, es que la tía Catalina tenía dos hijas hechas como la madre al agotador trabajo y a las perrerías de sus vidas, que ponía las dos manos en aquello que fuera menester para poder salvar el comer diario. La mayor, la Jerónima, melga hasta en la bilis de la sesera a la madre; la pequeña, María, moza hermosa, cascabelera y cuerpo de verbena. Las continuas penurias que ajaban más y más a la Jerónima, parecían hacer florecer nuevas hermosuras a María, que tenía dos ojos como girasoles, llenos de soles enamorados.
Para la María, tenía la tía Catalina, secretas esperanzas y pensados planes, que en saliendo como Dios quiere y manda… al fin, ahuyentarían un algo los padecimientos de su sin vivir…
La tía Catalina que era zorra ahumá, había calado que, el mocerío del pueblo rondaba a María, que ya estaba de bien merecer y más desear. Los mozos le tiraban a la moza las azuladas aleluyas, que encabronaban a la madre, y le botaban los pañuelos a sus pies, galanteos que ponían a sacar las muelas a la Jerónima.
La madre, que no se había caído de la higuera, asentía para sus adentros, que muchos de los mozos acudían a la olisma de hembra, por ver si caía la cata. El tiro de la tía Catalina era aviar un casorio de posibles.
Dos rondadores, hijos de “casas grandes”, los apartaba por saberlos imposibles, en cambio, si él resto de mozos. Algunos de ellos eran de familias pituistas, bien puestas, con suficientes fanegas de tierras, para que después de la boda, suegra y cuñada no pasaran más apreturas. Además, decíase la tía Catalina: “Sí añadimos al continente, el contenido, será harto difícil no encontrar un buen partido para la María, pues, ésta, a más de aportar las alegrías de la carne joven, es retozona, apañá, dispuesta, limpica, y de casquerio juguetón como campanilla de monago travieso”
Pero, los jodios “peros” siempre tracamundean la vida y las esperanzas, en más ocasiones que uno cree merecer y la tía Catalina no iba a ser una excepción…pues, María, cucona en el más cuco de los secretos ya tenía galán apalabrado y elegido, por él se aluciaba coqueta para las fiestas de la Virgen.
(¿Sabe usted…? La gente vieja dice que: “Dineros y amores son difíciles de esconder”… y los vientos ventearon a la tía Catalina los amoríos de su María con un gañan.
¡Ah…eso sí que no mayoral! Sus trapacerías y suelos se iban a pique. No lo permitiría de ninguna de las maneras: la iba a poner más tiesa que el camino de Almedina)
La tía Catalina, al cabo de la calle de la jodía comisión amorosa de María, la llamó a capítulo. El cara a cara de las dos, fue de uñas, terrible, las dos echaron toas las muelas. La escandalera y los afilados gritos de la madre burlada, se escucharon en todo el pueblo. Ni las poderosas razones de la soga sobre las carnes hicieron mudar de deseo a María. Para la muchacha estaba claro como el agua de la fuente Grande: pasara lo que pasara, con su gañan o con nadie se casaba o arrejuntaba. Y saliera el
Sol… por los pizorros.
Pasaron los días y la María no cedía un celemín antes los castigos y acoso de la furiosa madre.
Entones, la tía Catalina, en viendo que no era capaz de emparejas la porfía de su hija, una noche poseída por mil demonios, se le marcharon las entendederas del pensaero y las pocas luces que aún le quedaban, se fueron de paseo al Pilar: soltó una espantosa maldición sobre María: “Así se te lleve el Diablo”. El Diablo no se la llevó, pero la metió dentro a uno de sus entusiastas diablos infernales.
Una de las variantes de la historia sostiene que fue la manejanta de la tía Catalina, que en un arranque de cólera, que viendo lo inútil de sus manejos de tercería, recurrió a sus mañas de lo oculto e hizo un pacto diabólico con el Maligno: sobre piel reseca de cabrón negro y con su sangre, escribió su servidumbre y entrega de su alma al señor de las tinieblas, si éste ponía a su servicio sus ilimitados poderes para quebrar la voluntad de su hija y conseguir sus propósitos.
Fuera por la maldición, fuera por los sortilegios maternos o fuera por las judiás de la grey infernal, la verdad del Señor es que María, víctima de un destino cruel, empezó a consumirse lentamente. Rumores que los hubo y muchos, bisbiseaban que la pobre María perdía la belleza y galanura con sobrenatural rapidez. Muchos torreños afirmaban que la María estaba “cogida de brujas”. Apenas salía ya de casa y cuando lo hacía, los vecinos que la descubrían vagar por las calles como alma en pena, quedábanse pasmados… ¿dónde estaba aquella sana y guapa moza que engarabitaba al mocerío?
La tía Catalina en su terquería, jamás cayó en cuenta que fue peor el remedio que la enfermedad, ahora todos los galanes huían despavoridos, hasta el secreto pretendiente puso tierras por medio.
Y llegó la hora en la cual el diablo creyó pasar cuentas, cobrar los intereses del apaño con la tía Catalina, y que mejor manera que llegarse de visiteo a la casa de su fiel servidora.
En aquella primera noche de visita demoníaca, estaban las tres mujeres sentadas junto al fuego. Mudas, remirándose con odio asesino, cuando las llamas del fuego empezaron a aumentar con rara desmesura sus lenguas verticales, a bailar enloquecidas. A las mujeres, todos los pelos de sus cuerpos se les pusieron tiesos, tiesos, un espeluzno helado empezó a culebrear por sus resecos cuerpos: “¡Está aquí, está aquí…!” gritaba histérica la Jerónima. La tía Catalina y sus dos hijas no lo veían, pero sabían que el diablo invisible estaba allí, invisible junto a ellas. Notaban su presencia hasta el rincón más oculto de sus cuerpos y en el más recóndito recoveco de sus atormentados espíritus.
Cuando estas sutiles y glaciares manifestaciones incorpóreas se presentaban, costumbre por lo que cuentan se hizo frecuente, se producía un prodigio espectacular, que causaba las agonías de la muerte a la tía Catalina y a la Jerónima: contemplaban atónitas, como la antaño llena de gracias María, lenta, muy lentamente… se transformaba en una horrenda y descomunal bicha que lanzaba incendiarias miradas, que serpenteaba por la silla llena de babas, siseando amenazadoramente. Jamás, vecino alguno, supo ni averiguó, las vueltas que se dieron por la casa el diablo y sus retorcidos gañanes infernales, pero juraron que fueron muchas las noches que se oyeron los desesperados gritos de las mujeres.
No mucho después que empezaran aquellas misteriosas ocurrencias, la tía Catalina moría. Fue en una noche atemporalada, de grandes ventoleras, rota por centenares de chispas, culebrinas y atronador tronerío. Noche como aquella noche no la recordaban en Torre de Juan Abad.
Lo más extraordinario de aquella negra noche singular fue que, en agonizando la tía Catalina, a la olísma de la muerte empezaron a llegar hasta la puerta de la casa perros y más perros. Perros del pueblo, perros forasteros, grandes, pequeños… mil leches, bordes, mastines, alanos, galgos, podencos, conejeros, reseros… Reunidos, en gran número, aullaron lastimosamente durante horas y horas. Aquella noche dicen que el pueblo no pego ojo, en todos los hogares se encendieron palomitas y velas protectoras a los santos queridos; Virgen de la Vega, santa Bárbara, san Cristóbal, san Antón… a la Virgen de los Remedios y de los Milagros. No sabían de que tenían ser protegidos y salvados, pero pedían ansiosos la protección celestial.
Un vecino más audaz que los restos, entreabrió el ventanuco callejero para pasantear, y atinó que entre todo aquel perrerío que hacían juntas, había un gran perrazo negro, era el que aullaba con más grande sentimiento y dolor.
A la mañana siguiente se enterarían, que aquella inolvidable noche, la tía Catalina le dio por morirse, Entonces, sí quedaron convencidos que la pobre mujer era bruja.

Fuente Carlos Villar Esparza

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