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Las maderas de los muertos. Leyenda de Torre de Juan Abad

Ilustración para leyenda 'las maderas de los muertos'
La anciana torreña, mujer memoria, bajo los soportales de sus recuerdos salvados en el naufragio de los años remira al escuchante y cuenta:
¡Chacho! … aquellos sí que eran temporales. No los de hogaño que apenas tienen una semana. Duraban cuarenta días, ¿cómo el Diluvio, no? Y más. Llovía y llovía, parecía no tener hartura. Veíamos caer las aguas de los amanecíos a los anochechíos.
En la noche las sentíamos tabarrear enguachando los corrales, correr ruidosas por las canales y torrentear por los escondidos albañales. Hoy apenas son nublejos bajeros que en tirándoles un par de covetes sueltan las aguas en tierras del vecino… los campos quedaban convertidos en tablazas anegás que daba dolor de corazón velos, y siempre, siempre, “La Cerrá” a su paso por el Pilar rompía saliéndose de madre. Las calles del pueblo, desiertas, encenagás, intransitables, parecían royos sin nombre que, en bajando por la calle l’Agua, la Oscura o la Empedrá alimentaban al royo del Cristo, taponando un día sí y otro también, el Puente de Julio.
Y para nubes, era yo muy mozica, la de la Maestra, y la jodía nubasca aquella perdicera que mató a millares de animales. No quedó una perdiz viva en toda la zona… el año del sucedío sufríamos uno de aquellos malísmos temporales, más peor que los pasados, por los muchos fríos negros y nieves, que padecimos. Los hombres se pasaron semanas entéricas, sin poder salir a hacer el jornal, junto a las lumbres, dándole al esparto, puliendo cuernos para saleros y vinos, haciendo pleita, y ronchando su estrellado nacimiento. Menguaban las alacenas, las bodegas… al contado las hambres, hijas de la Tía Miseria, llegarían a aporrear las portás. En lo oscuro de las noches, las mulas coceaban ruidosas reclamando su ración de paja, cada día más escasa.
Lo largo de los fríos y las continuas nevadas hizo que en algunos hogares empezara a faltar leña para las lumbres: gavillejas, algún haz de cardos borriqueros, quedaban en las más humildes del pueblo. Y ¡Bendito sea Dios! lo frías que son estas casas en llegando el invierno si no hay fuego que las caliente”
En su casa, la tía Benita, no por esperado y sabido, se encontró con la gavillera vacía. Y en la rinconá del corral, unos tronquejos, restos de escuchumizás cepas, que a poco quemar durarían unas cuantas horas.
(El Benito, el marido de la Benita, hacía dos días había salido, con los claros del día, junto a otros vecinos, a los Parapetos jienenses en busca de leña, que en las tierras de monterío del pueblo haberla si la había, pero los guardas no le quitaban el ojo, y la de comprar a precio del no poder)
Resignadas, la tía Benita y su hija moza, decidieron atalajar al Morito, el burro familiar, y salir, a pesar de lo que estaba cayendo, para Las Cabañas en busca de algunas ramas sin amo, troncos o cosa que ardiera y así evitar la muerte del fuego. Salvador, Protector. En Las Cabañas por aquellos entonces, abundaba el roble, la encina y muchísmo chaparro.
Igualitas que tapadas y cubiertas dueñas encararon calle arriba para el Calvario, para coger después, derecheando, camino de Las Cabañas.
Como si los nuberus, antaño señores de las nubes y tormentas, estuvieran de uñas y aguardando la presencia de las dos mujeres, la nevada cobro fuerza y los aires se encabronaron de mala manera.
Más que caer, volaban alocadamente, grandes copos de nieve, como lunas llenas, que sin llegar a tocar las tierras las tolvaneras espiscaban violentamente. El paisaje era un inmenso y blanco sudario. El cielo de plomo glaciar.
Incontables boyuscas gélidas, se colaban por la diminuta abertura de los mantos que cubrían las cabezas de las mujeres, cegándolas, obstaculizando su caminar por el casi desaparecido camino.
No hallaron ni un pequeño abrigo donde quebrar los vientos de fríos negros. A pesar de ello, la Benita, enclavijados los dientes, agarrada junto a su hija al ronzal del Morito, seguía, tenaz, adelante con las cabezas gachas enfrentándose al cierzazo. La tía Benita, se animaba en silencio, ellas que había hecho frente, con mucha imprudencia y mayor enrrabiscamiento, a la carlistada de 1873, no se iba a achantar por el jodio temporal, por muy recio que este fuese.
La Benita se equivocaba: el hombre propone y Dios dispone. Los mordiscos de los fríos hicieron aparecer los primeros dolores. Los arañazos de los golpes de aire, levantado violentamente los mantos, herían sus rostros, los dientes empezaron a castañear y las manos perdían sensibilidad.
A poco, las entendederas de la tía Benita le avisaron que pese a sus ganas, necesidad y cabezonería, nunca llegarían a “Las Cabañas”, y que en el caso de conseguirlo, la gran cantidad de nieve caída, les llegaba ya por la mediana del canillar, habría sepultado todo resto de ramerío.
Habían desaparecido de su vista y del paisaje: barbecheras, rastrojeras, viñas, rubiales… la tierra de labor era una interminable y difuminada inmensidad blanca, salpicada por fantasmales y solitarias encinas y por casi cubiertos olivas… y la tía Benita, sin saber a cuento de que, entre claros brumosos y nostalgias, tanto blanquerío, le recordó las blancas y suaves sábanas, con olor a membrillo, del primerizo lecho nupcial: “¡Vaya ocurrencias que tienes Benita!”. Pensó.
Exhaustas, con los alientos acelerados y nerviosos, a la vera del carril que lleva al “Cerro los Gatos” dieron la vuelta y regresaron al pueblo.
Arrecías, caladas hasta el alma, el retorno se convirtió en una penosa penitencia. Se asustaron de no llegar y empezaron a pedir la protección y el socorro de la Virgen de la Vega.
Arrastradas por la salvadora terquedad de Morito, querencioso del hogar, que dejó de ramalear y pasó a guiar a las mujeres, entraron en el pueblo. Pasaron por segunda vez junto al cementerio (hoy el terreno está ocupado por el Grupo Escolar) Vieron las viejas rejas de hierros oxidados abiertas, detalle desapercibido en su salida, y sin mención del Laureano, el camposantero. Curiosonas a pesar de las fatigas pasadas, tras santiguarse y rezar la obligada y pertinente oración cuando se pasa por estos lugares sagrados, como Dios quiere y manda, asomaron al interior sus cabezas. Al hacerlo, descubrieron jubilosas y emocionadas, que junto a la encalada pared medianera con el camino de Almedina, un montón de húmedos maderos bajo las ramas de una de las grandes higueras que había en el cementerio por esos días.
Gordos tablones, listones, restos de obra de carpintería… ¡Válgame Dios! Qué hermosura de tablazones. Se miraron cómplices, remiraron todos los apartados del lugar santo por si atinaban al Laureano o algún que otro visitador…y empezaron a cargar a escape aquel pequeño tesoro sobre los lomos del Morito. Con aprensión, evitaron ponerse bajo las hojas sin sombra de la higuera… sabían que es árbol maldito… que tenía malas influencias.
Llegaron al hogar, desfallecidas, mojadas como pollitos caídos en barreño, pero alegres como bragas de a peseta. Guardaron y amontonaron la leña en la cuadrilla del Morito. Respiraron tranquilas, sería suficiente hasta el regreso de Benito.
Al oríco de las renacidas ascuas y al pucherejo de aguas calientes, diéronse, madre e hija, fuertes masajes por el cuerpo desnudo con aceite crudo acompañados de uva de lagarto, no fuera el caso que los fríos hubieran parado las sangres. En el poyete, las ropas de las mujeres porfiaban en secarse.
Al tardear las seis, era noche caída y negra. Del exterior de la casa sólo se escuchaba el cansino y lúgubre, incansable, viento luvinero, que terqueaba por entrar por la gatera y los ventanucos de las cámaras. En la chimenea-cocinilla… se apagaba el último “perro”: “Chacha veste por algunos sarmientos y unas tablejas, hay que ir aviando la cena” (Patatas fritas a lo pobre, unos huevos, felizmente los gallinos cumplían, y pringue que sería mojeteado con abundantes cachos de pan)
Regresó la hija del mandado con el mandil abolsado, lleno de tablería camposantera, que apoyó junto al chinero, bajo la lucecilla tímida y temblorosa de un pequeño candil.
La tía Benita añadió a la lumbre unos sarmientos para reavivarla. Prendieron con rapidez y un golpe de ardiente calor llegó a las dos mujeres.
Era la hora llegada de echar a las llamas sarmenteras los primeros maderos. La tía Benita reunió las ascuas esturreadas y alargo la mano para coger la primera tabla… y antes que tuviera tiempo de hacerlo, pasmada, contempló como todas a una, empezaron a temblar violentamente. Pegó un salto y se desaparto pajiza. Su hija, mirona, del maravilloso suceso preguntó a su madre con la mirada y buscó protección junto a ella: “Serán las llamas que con su luz habrán hecho la impresión del bailoteo, y a mí se me ha parecido que se movían” Pensó la Benita.
Un mucho aprensiva, de nuevo acercase al montón de maderas para agarrar una, pero como en la ocasión anterior, un temblor entre aireado y compulsivo, acompañado de un sordo rumor, sacudió las maderas, propagándose a través de las paredes por toda la habitación. La mujer retrocedió asombrada y asustada. Un negro presentimiento, un miedo aterrador, empezaba a nacer en sus carnes y en sus pensamientos: “Chacha, prueba tú”
La hija de la Benita, con cara de resucitá, se acercó a paso corto y cauto y al amagar para coger el tablero, aquellas maderas reiniciaron su agorero tabletear, dándose una y otra vez contra la pared y entre ellos, produciendo tal ruido que paralizo la sangre a las mujeres.
Los años, la sabiduría empírica heredara de sus mayores, dieron la solución del enigma a la tía Benita. Vinieron a sus pensamientos los finaos del ajillo, los santos difuntos que se esconden en su día tras las puertas, de los que peregrinan por los tejados…: “Niña, ni mención de cogelos y menos quemalos. Hay que devolverlos a su sitio, es madera que pertenece a los santos finaos, nos la reclaman y protestan por ello. No sé para qué comisión la quieren pero a su sobrenatural manera nos exigen su devolución… y ya estamos allí, no sea el caso que alguna mala cosa nos agarre”
Ayudadas por Morito se metieron en la desapacible noche y retornaron la carga a su lugar de origen que seguía permaneciendo desierto y con las rejas abiertas. Por la acción, involuntaria y por necesidad, y en desagravio rezaron devota y fuertemente durante largo tiempo.
A la vuelta, vieron con enorme alegría que el Benito había regresado con una buena carga de leña. Con ellas y si Dios así lo quería, aguantarían algún tiempo, y quién sabe, hasta qu’escampara el jodio temporal.
Se guardaron pero que muy mucho de contarle al marido y padre lo sucedido, la historia se mantuvo oculta en la familia de la tía Benita hasta hoy. Nunca se supo que uso tuvieron aquellas tablas y maderas misteriosas.

Fuente: Carlos Villar Esparza

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