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LEYENDA DE LA ENCINA MILENARIA

Ilustración leyenda de la encina milenaria
ÉRASE una vez un inmenso encinar de los que tanto abundan en las tierras manchegas. Ya conocéis las carrascas: fuertes, serias, desafiantes a las inclemencias del tiempo, escondrijos de jabalíes que buscan sus frutos y marco incomparable para cuentos y misterios.
Es lógico que las brujas, que disfrutaban haciendo el mal por los pueblos del Valle, se cobijasen en aquel espeso bosque de gigantescas encinas. Salían al anochecer, cada una con el plan de trabajo que habían pergeñado la noche anterior, y al apuntar la madrugada volvían volando en sus escobas para contarse, las unas a las otras, las fechorías que habían cometido.
—Yo, amigas mías, decía una, he desencadenado una gran tormenta con toda la traca de truenos, rayos y relámpagos y con la ayuda de los nubleros le he matado al señor Justo la mejor vaca que tenía. Además, en los huertos del Facundo no ha quedado ni un frutal sano para el verano que viene.
Todas aplaudían.
—Pues yo he echado el mal de ojo al niño de la Manuela. El chiquillo se ha negado a mamar y dentro de unos pocos días espero que esté escuchimizado y pronto se muera. Contaba otra.
—Yo he conseguido enfrentar a toda la gente del pueblo de modo que ya no se habla uno con otro y el lugar se ha convertido en un infierno de riñas y disputas.
Y así, cada bruja iba contando sus hazañas.
Luego, cada una se retiraba a dormir a su carrasca preferida y a rumiar los males que podría hacer la noche siguiente.
Los vecinos de los pueblos cercanos vivían angustiados con los hechizos de las brujas. Sabían que la única ocasión para poder atacarlas era cuando, de amanecida, hacían la colada en el río Tablillas y tendían las ropas a secar en los tamujos de sus orillas. Entonces, si conseguían robarles alguna prenda, con ella el adivino podría deshacer sus hechizos.
Pero parecía imposible sorprenderlas porque siempre quedaba alguna vigilando para dar la voz de alarma. Y cuando los hombres aparecían armados de horcas, azadas, cuchillos y garrotes, ellas corrían al carrascal, su refugio más seguro. Allí no podían cazarlas. En cuanto llegaban a él, cantaban:
“Pie sobre las hojas
cuerpo para arriba
al centro de la copa.”
Y se perdían entre la hojarasca espesa de la copa de las encinas, de modo que era imposible alcanzarlas.
Se cuenta que una madrugada del más crudo invierno, los pobres labradores, con las boinas caladas para defenderse del terrible frío, habían decidido dar una batida por el carrascal y al llegar allí, de pronto, por un encantamiento misterioso vieron cómo sus boinas desaparecían, como evaporadas, de sus cabezas, mientras se escuchaban las risotadas de las brujas en los árboles. Ellos, espantados, huyeron a todo correr hacia el pueblo.
Pero no todas las carrascas parecían felices por prestar su cobijo a las brujas, que tantos daños perpetraban. Una de las encinas, la más joven y endeble, sin experiencia ninguna, pero que tenía un gran corazón, protestó:
—Esas malvadas brujas han conseguido que nuestro carrascal sea el de peor fama de todo el Valle. La gente lo teme y lo maldice. Yo pienso que tendríamos que negar el cobijo a seres tan diabólicos.
Las demás carrascas quedaron atónitas al oírla. Se miraban unas a otras con cara de protesta ante tamaño disparate. Siempre había sido así y no estaban dispuestas a que las cosas cambiaran por culpa de esa carrasquilla de nada.
—¡Cómo se nota —dijo la más anciana, que parecía la reina de todas,— que eres una chiquilla sin experiencia! A nosotras nos parece muy bien que vengan las brujas. De esa manera, los leñadores no se atreverán a venir a cortar nuestras ramas. Si sufren, que sufran; si tienen frío, que se aguanten. Nosotras también soportamos la crudeza del invierno y los ardores del verano. Somos fuertes y no nos importa que los hombres, tan debiluchos, se mueran. Que se fastidien…
—Pues sois una egoístas. Si los hombres nos quitan ramas, nosotras podemos conseguir que vuelvan a crecer más sanas y así ellos no sufren. Se defendía y les reprochaba la joven carrasca.
Las demás se reían:
—Con tan buen corazón, poco aguantarás tú.
—Pues aunque vosotras no queráis, yo sí que voy a actuar y desde ahora les voy a prohibir a las brujas que se escondan entre mis ramas. Y si es preciso, hasta delataré su escondite.
Las brujas escuchaban atentas la discusión de las carrascas y se reían de las bravatas de la más joven. Pero, por si acaso, decidieron que sería mejor cambiar de refugio y marcharse a otro carrascal más lejano. Pero como estaban agradecidas a las carrascas viejas les dijeron:
—Por habernos ayudado siempre, queremos premiaros y concederos lo que nos pidáis. Ya podéis formular vuestros deseos, que serán cumplidos.
Las carrascas se alegraron, entusiasmadas por esa posibilidad de cambiar su suerte. Un grupo de ellas expuso:
—Todos los árboles del bosque son hermosos, menos nosotras. Ellos tienen unas hojas hermosísimas mientras que las nuestras son de lo más feo y además están llenas de pinchos. Queremos que de ahora en adelante nuestras hojas sean de oro y nuestras bellotas también.
Otras carrascas pidieron:
—Nosotras no queremos oro, porque no lo necesitamos para nada, pero no estamos de acuerdo con el aspecto de nuestras hojas y queremos tenerlas hermosas y brillantes. Por eso querríamos que fuesen de cristal fino, y también nuestras bellotas. Los demás árboles nos desprecian y eso nos entristece. Además, de esta manera habría variedad en nuestro carrascal y sería el más famoso del mundo.
Otro grupo pidieron tener un aroma agradable y apetitoso, que llamase la atención de todos y que para eso sus hojas estuviesen exquisitamente perfumadas.
Las brujas les concedieron sus deseos y abandonaron el bosque. Solo la carrasca joven se conformó con lo que era. Las otras, enseguida vieron como sus deseos se convertían en realidad. Lo malo es que llegó el invierno con sus fríos y heladas, que suelen ser terribles.
Las carrascas que tenían sus hojas de cristal vieron consternadas cómo el vendaval se las arrancaba una a una, igual que sus bellotas, y al caer al suelo quedaban hechas pedazos. Al perder sus hojas y frutos murieron de tristeza.
Un día aciago, unos contrabandistas pasaron por el carrascal y se quedaron asombrados con su riqueza ya que algunas encinas tenían las hojas y las bellotas de oro. Con violencia las arrancaron para llenar sus sacos, y así aquellas desgraciadas carrascas murieron a los pocos días.
Parecida suerte corrieron las otras carrascas, que sólo aguantaron hasta la primavera. Y es que una mañana de abril, un pastorcillo que vigilaba su rebaño observó que una de las cabras se abalanzaba hacia una de las encinas que conservaba sus hojas, atraída por el dulce perfume que emanaban sus hojas, y comió con tanto deleite y avidez que pronto la encina se quedó desprovista de hojas en las ramas más bajas. Pronto le siguió el resto de las cabras.
El pastor, al comprobar la apetencia de sus animales, llamó a los otros pastores y en pocos días arrancaron todas las apetitosas hojas para darlas de comer a sus ganados. Así fue desapareciendo el carrascal. Solo quedó una encina. La más joven, que fue creciendo y creciendo con el paso de los siglos hasta convertirse en carrasca milenaria, frondosa, hermosa, fuerte y orgullo de todas las gentes del Valle.
Ella, siendo joven, consiguió alejar a las brujas del lugar pero no pudo evitar la muerte de sus orgullosas hermanas. Ahora no está sola. De sus frutos fueron creciendo numerosas congéneres que la rodean para protegerla de curiosos. Ninguna tiene hojas y bellotas de oro, tampoco de vidrio, ni olores distintos a los de una encina. Son simplemente encinas y puede que alguna de ellas, con el paso de los siglos alcance el tamaño y el lugar de la vieja encina milenaria.

Marcel Félix

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