viernes, 30 de diciembre de 2016

LEYENDA: “LA NOCHE QUE DESAPARECIÓ LA LUNA”

Ilustración para Leyenda "La Noche que Desapareció la Luna"
Cuenta la leyenda que una noche se fue la Luna de puntillas para no regresar jamás. Acostumbrados a verla, los hombres nunca levantaban la cabeza para mirarla y, por eso, cansada de que la ignoraran, se marchó vestida de Luna Nueva. Harta de brillar en los cielos para que nadie la viera.
Al día siguiente, cuando los hombres la echaron en falta solo descubrieron enormes telarañas de ausencia entre las estrellas. Sin la Luna se hicieron invisibles los duendes y las ninfas se escondieron en lo más profundo de fuentes y lagunas, los lobos dejaron de aullar a la noche y se quedaron solo en lobos. Todas las criaturas mágicas se retiraron a sus escondites y los hombres perdieron toda relación con lo mágico, convirtiéndose, desde entonces, en hombres sin sueños. Sin la Luna, los sueños dejaron de acompañarnos y los niños se durmieron para no soñar. Así, apenados por tener que vivir sin la compañía de los sueños, caminaban en eterna soledad.
Se convocaron cónclaves, concilios y conferencias. Enviaron a los más intrépidos a buscarla entre lejanos mares y montañas, los más fuertes levantaron hasta la última piedra por si se hubiera escondido debajo, los más sabios buscaron en los libros y los viejos buscaron en todos y cada uno de sus recuerdos. Pero la Luna no estaba por la labor de que la encontraran. Preguntaron a los ricos, a los pobres, a los reyes…, incluso preguntaron a los dioses, pero nadie pudo dar señas del paradero de la Luna.
Pasaron los días, las semanas, luego los meses y los años. Los niños seguían en su eterno duermevela y, ¡ay! nunca volvieron las sirenas a playas y riberas a peinar su larga cabellera desde la ausencia de luz lunar. No había sonrisas ni algarabías en los patios y los niños, cuando no estaban echados en sus camas, sin la compañía de sus sueños, seguían caminando en soledad.
Por consejo de sabios y prebostes, los hombres, incapaces de ver por más tiempo el hueco dejado en el cielo por la Luna, colgaron en su lugar una Luna de cartón. Desde entonces nunca volvieron a ser visibles ninfas y sirenas, duendes y lobos echaizos, damas blancas y animales mitológicos… Solo hay una noche en que algunos de los antiguos seres mágicos se dejan ver por los humanos, la Noche de San Juan. 
Marcel Félix

miércoles, 28 de diciembre de 2016

LA TÍA CATALINA. Leyenda de brujas del Campo de Montiel

Ilustración Leyenda la Tía Catalina
La tradición oral afirma que los acontecimientos, mordidos por las alucinaciones que produce la perseverancia de la pobreza, sucedieron lindando la mitad del siglo XIX.
Por aquellos entonces, la tía Catalina, vivía viuda y pobre. Sin un peazo de tierra, ni un roal en la vega, ni una cabra, ni oveja, ni gallino… por no tener, ni gato tenía (lo que contradice la tan conocida regla que todas las brujas tienen uno).
Se la tenía como lagartona, la nube infantil la conocía como la “demonia”. Siempre andaba cancamuseando con ella misma y los saludos de sus vecinos, nunca correspondidos, estaban llenos de aprensión y temor. De figura enjuta, secarrona, cara deslustrada de palidez inquietante, ensapillá dicen que estaba. Sus ojillos no miraban, caían incendiarios sobre lo mirado. Revenía como el agua dormida, de carácter arisco, hacía malas gachas con todos. Sus años medianeros con los cincuenta, poseían la decrepita ancianidad de los desesperados y olvidados. Ciertamente la vida había sido muy perra con ella, en exceso. Cuando callejeaba, que eran habas contadas, pues apenas salía de su enzurronamiento, vestida con el único y raído vestido negro, mil veces concusio, que antaño fue el de la boda, era mortaja viviente. Más que callejear en la soledad de los anochecíos invernales, flotaba en las recién llegadas sombras.
Desde la mala muerte de su marido esnucao por una maldita y cerril mula torda, la terrible miseria ocupaba el lugar del hombre. Cuantas noches cumplió con la cena…en sueños. La acuciante necesidad la convertiría en una hábil y casi invisible rebuscadora: aceitunas, granos de trigo, cardos, unas… recogiéndolas una a una, los granos de uno en uno, temerosa y resentida de ser descubierta. Acudía a las rastrojeras, a las eras, disputando feroz a las aves las sobras esturreadas y casi invisibles.
En su casilla de barro y pajizo, algunas piedras…sin gatera. En el interior ringás se encontraba la meseja y la única silleja. Junto al fuego de la chimenea un poyete. Lo que no se ha dicho hasta hora, es que la tía Catalina tenía dos hijas hechas como la madre al agotador trabajo y a las perrerías de sus vidas, que ponía las dos manos en aquello que fuera menester para poder salvar el comer diario. La mayor, la Jerónima, melga hasta en la bilis de la sesera a la madre; la pequeña, María, moza hermosa, cascabelera y cuerpo de verbena. Las continuas penurias que ajaban más y más a la Jerónima, parecían hacer florecer nuevas hermosuras a María, que tenía dos ojos como girasoles, llenos de soles enamorados.
Para la María, tenía la tía Catalina, secretas esperanzas y pensados planes, que en saliendo como Dios quiere y manda… al fin, ahuyentarían un algo los padecimientos de su sin vivir…
La tía Catalina que era zorra ahumá, había calado que, el mocerío del pueblo rondaba a María, que ya estaba de bien merecer y más desear. Los mozos le tiraban a la moza las azuladas aleluyas, que encabronaban a la madre, y le botaban los pañuelos a sus pies, galanteos que ponían a sacar las muelas a la Jerónima.
La madre, que no se había caído de la higuera, asentía para sus adentros, que muchos de los mozos acudían a la olisma de hembra, por ver si caía la cata. El tiro de la tía Catalina era aviar un casorio de posibles.
Dos rondadores, hijos de “casas grandes”, los apartaba por saberlos imposibles, en cambio, si él resto de mozos. Algunos de ellos eran de familias pituistas, bien puestas, con suficientes fanegas de tierras, para que después de la boda, suegra y cuñada no pasaran más apreturas. Además, decíase la tía Catalina: “Sí añadimos al continente, el contenido, será harto difícil no encontrar un buen partido para la María, pues, ésta, a más de aportar las alegrías de la carne joven, es retozona, apañá, dispuesta, limpica, y de casquerio juguetón como campanilla de monago travieso”
Pero, los jodios “peros” siempre tracamundean la vida y las esperanzas, en más ocasiones que uno cree merecer y la tía Catalina no iba a ser una excepción…pues, María, cucona en el más cuco de los secretos ya tenía galán apalabrado y elegido, por él se aluciaba coqueta para las fiestas de la Virgen.
(¿Sabe usted…? La gente vieja dice que: “Dineros y amores son difíciles de esconder”… y los vientos ventearon a la tía Catalina los amoríos de su María con un gañan.
¡Ah…eso sí que no mayoral! Sus trapacerías y suelos se iban a pique. No lo permitiría de ninguna de las maneras: la iba a poner más tiesa que el camino de Almedina)
La tía Catalina, al cabo de la calle de la jodía comisión amorosa de María, la llamó a capítulo. El cara a cara de las dos, fue de uñas, terrible, las dos echaron toas las muelas. La escandalera y los afilados gritos de la madre burlada, se escucharon en todo el pueblo. Ni las poderosas razones de la soga sobre las carnes hicieron mudar de deseo a María. Para la muchacha estaba claro como el agua de la fuente Grande: pasara lo que pasara, con su gañan o con nadie se casaba o arrejuntaba. Y saliera el
Sol… por los pizorros.
Pasaron los días y la María no cedía un celemín antes los castigos y acoso de la furiosa madre.
Entones, la tía Catalina, en viendo que no era capaz de emparejas la porfía de su hija, una noche poseída por mil demonios, se le marcharon las entendederas del pensaero y las pocas luces que aún le quedaban, se fueron de paseo al Pilar: soltó una espantosa maldición sobre María: “Así se te lleve el Diablo”. El Diablo no se la llevó, pero la metió dentro a uno de sus entusiastas diablos infernales.
Una de las variantes de la historia sostiene que fue la manejanta de la tía Catalina, que en un arranque de cólera, que viendo lo inútil de sus manejos de tercería, recurrió a sus mañas de lo oculto e hizo un pacto diabólico con el Maligno: sobre piel reseca de cabrón negro y con su sangre, escribió su servidumbre y entrega de su alma al señor de las tinieblas, si éste ponía a su servicio sus ilimitados poderes para quebrar la voluntad de su hija y conseguir sus propósitos.
Fuera por la maldición, fuera por los sortilegios maternos o fuera por las judiás de la grey infernal, la verdad del Señor es que María, víctima de un destino cruel, empezó a consumirse lentamente. Rumores que los hubo y muchos, bisbiseaban que la pobre María perdía la belleza y galanura con sobrenatural rapidez. Muchos torreños afirmaban que la María estaba “cogida de brujas”. Apenas salía ya de casa y cuando lo hacía, los vecinos que la descubrían vagar por las calles como alma en pena, quedábanse pasmados… ¿dónde estaba aquella sana y guapa moza que engarabitaba al mocerío?
La tía Catalina en su terquería, jamás cayó en cuenta que fue peor el remedio que la enfermedad, ahora todos los galanes huían despavoridos, hasta el secreto pretendiente puso tierras por medio.
Y llegó la hora en la cual el diablo creyó pasar cuentas, cobrar los intereses del apaño con la tía Catalina, y que mejor manera que llegarse de visiteo a la casa de su fiel servidora.
En aquella primera noche de visita demoníaca, estaban las tres mujeres sentadas junto al fuego. Mudas, remirándose con odio asesino, cuando las llamas del fuego empezaron a aumentar con rara desmesura sus lenguas verticales, a bailar enloquecidas. A las mujeres, todos los pelos de sus cuerpos se les pusieron tiesos, tiesos, un espeluzno helado empezó a culebrear por sus resecos cuerpos: “¡Está aquí, está aquí…!” gritaba histérica la Jerónima. La tía Catalina y sus dos hijas no lo veían, pero sabían que el diablo invisible estaba allí, invisible junto a ellas. Notaban su presencia hasta el rincón más oculto de sus cuerpos y en el más recóndito recoveco de sus atormentados espíritus.
Cuando estas sutiles y glaciares manifestaciones incorpóreas se presentaban, costumbre por lo que cuentan se hizo frecuente, se producía un prodigio espectacular, que causaba las agonías de la muerte a la tía Catalina y a la Jerónima: contemplaban atónitas, como la antaño llena de gracias María, lenta, muy lentamente… se transformaba en una horrenda y descomunal bicha que lanzaba incendiarias miradas, que serpenteaba por la silla llena de babas, siseando amenazadoramente. Jamás, vecino alguno, supo ni averiguó, las vueltas que se dieron por la casa el diablo y sus retorcidos gañanes infernales, pero juraron que fueron muchas las noches que se oyeron los desesperados gritos de las mujeres.
No mucho después que empezaran aquellas misteriosas ocurrencias, la tía Catalina moría. Fue en una noche atemporalada, de grandes ventoleras, rota por centenares de chispas, culebrinas y atronador tronerío. Noche como aquella noche no la recordaban en Torre de Juan Abad.
Lo más extraordinario de aquella negra noche singular fue que, en agonizando la tía Catalina, a la olísma de la muerte empezaron a llegar hasta la puerta de la casa perros y más perros. Perros del pueblo, perros forasteros, grandes, pequeños… mil leches, bordes, mastines, alanos, galgos, podencos, conejeros, reseros… Reunidos, en gran número, aullaron lastimosamente durante horas y horas. Aquella noche dicen que el pueblo no pego ojo, en todos los hogares se encendieron palomitas y velas protectoras a los santos queridos; Virgen de la Vega, santa Bárbara, san Cristóbal, san Antón… a la Virgen de los Remedios y de los Milagros. No sabían de que tenían ser protegidos y salvados, pero pedían ansiosos la protección celestial.
Un vecino más audaz que los restos, entreabrió el ventanuco callejero para pasantear, y atinó que entre todo aquel perrerío que hacían juntas, había un gran perrazo negro, era el que aullaba con más grande sentimiento y dolor.
A la mañana siguiente se enterarían, que aquella inolvidable noche, la tía Catalina le dio por morirse, Entonces, sí quedaron convencidos que la pobre mujer era bruja.

Fuente Carlos Villar Esparza

lunes, 26 de diciembre de 2016

LEYENDA DE LA CRUZ EN LA ROCA, Fontanarejo

Ilustración Leyenda de la Cruz en la Roca
Hace ya muchos años, en el pueblo de Fontanarejo vivía una mujer muy guapa, soltera y con buenos recursos económicos. La pretendían muchos hombres del pueblo y los alrededores. También de ésta bella mujer se enamoró perdidamente un buen hombre del pueblo cercano de Piedrabuena. Su enamoramiento era tan grande que a veces parecía que perdía la cabeza, pues los pensamientos volaban a ella, a sus miradas, a sus palabras. La  joven de Fontanarejo había visto su semblante, conocía sus buenas obras y su talante, y le correspondía con tierno amor. Se prometieron mutuamente amor eterno.
Este joven enamorado, cuyo nombre no ha sabido decirme nadie hasta el momento, había hecho bastantes regalos a su querida novia. Fueron varios los años de noviazgo sin contraer matrimonio, al final hubo serios problemas por parte ella y las relaciones se enfriaron tanto que él sabiéndola perdida, sin poder recuperar su amor, le pidió le devolviera los regalos y presentes que le había hecho, como parece era costumbre en aquellos años.
Ella se empecinó y se negó a devolverle los pañuelos, el abanico, los pendientes, estampas y otros objetos, unos de valor otros menudencias.
Fueron pasando los meses y con el pasar del tiempo el joven comenzó a odiar a la que antes tanto amó. No podía ni pensar en ella, pues cuando lo hacía se le subía “la sangre a la cabeza” y la ira y la agresividad dominaban todo su cuerpo. Al verla, la violencia que despedían sus ojos y sus palabras enrarecían el aire, varias veces la amenazó de muerte si persistía en no devolverle los regalos.
Un caluroso día del mes de julio, cuando aprieta el calor, la mujer fue con su cántaro a por agua a la fuente que había en la calle del mismo nombre, y él la estaba esperando en el callejón de enfrente, donde las aguas que sobran o se derraman, se estancan. Llevaba un cuchillo de grandes dimensiones y cuando la joven, despreocupada, estaba llenando el cántaro de agua, él salió del callejón y le cortó el cuello, quedando separada la cabeza del cuerpo.
A toda prisa salió corriendo por la actual calle Goyanes para coger el atajo que lleva a Piedrabuena. Como había preparado el crimen con tiempo, transportaba un bote de veneno en el bolsillo para suicidarse. Cuando iba por el campo, más concretamente por el "puente", bello paraje, algunos segadores que estaban segando le vieron beberse el veneno, pero la pócima sólo hacía efecto si se mezclaba con agua. Ellos, al enterarse no le quisieron dar de beber, y de los arroyos no podía coger pues estaban secos en esa tórrida época del año.
Él, muy enfadado y exaltado, siguió con su rápida marcha hasta llegar al "Quejigo", uno de los parajes más bellos de estos lugares, bebió agua de su famosa fuente, que aún hoy existe, y allí se sentó esperando la muerte hasta que llegó.
Desde entonces, en la misma roca en la que murió hay una cruz, hecha con piedras blancas de cuarzo incrustadas, de la que se desconoce el origen.

Fuente popular

sábado, 24 de diciembre de 2016

MITOS Y SUPERSTICIONES MANCHEGAS RELACIONADAS CON LA MUERTE

Ilustración Estantigua, Procesión de Muertos o Santa Compaña
En la tradición española, la muerte no es considerada el final sino el tránsito de una vida a otra, y este viaje siempre se nos anuncia. Unas veces es la propia muerte la que nos es comunicada, otras la de alguien próximo. Los avisos varían desde el canto de la lechuza o del búho, las campanas que suenan al mismo tiempo que el reloj, la exactitud al sacar el dinero para pagar, el aullido de los perros, un muerto cuyos ojos nos miran, un aparecido que nos entrega un cirio, un conocido al que vemos sin estar en el lugar, una voz que dice nuestro nombre, ver nuestro propio entierro o funeral...etc.
Quienes se ven a las puertas de la muerte se preparan para la migración y quienes aquí se quedan les equipan para el viaje y siguen ocupándose de ellos cuando ya se han ido. Los toques vespertinos de ánimas, las campanas petitorias, los osarios, la cercanía del cementerio a las iglesias hasta no hace mucho tiempo..., todo contribuía a hacer que la muerte fuera cercana y cotidiana, aunque no por ello menos temible.
En la preparación para el viaje se cree que hay que dejar solucionados todos los asuntos pendientes en este mundo y una vez iniciado el viaje, los familiares, amigos y vecinos tienen que prestar su apoyo por medio de misas y todo tipo de rezos. Si la muerte ha sido repentina hay que resolver cuanto de inacabado o mal hecho haya dejado el difunto. Se cree que los difuntos permanecen en un plano entre ambos mundos, si algo no se ha hecho correctamente o queda pendiente, si han muerto de forma violenta, no han recibido sepultura, llevan como mortaja el hábito de un santo que le impide entrar en el infierno o aman demasiado a una persona para alejarse definitivamente de ella. A veces hay difuntos que no hacen el viaje porque otros difuntos los utilizan para enterarse de lo que les ocurre a los suyos.
También hay un contacto con las almas que ya han pasado al otro mundo, especialmente a través de pequeños servicios que éstas nos pueden prestar. Se halla muy extendida la creencia de que encomendándose a las ánimas benditas al acostarse, harán que nos despertemos a la hora deseada. Así pues, no es de extrañar que esta cotidianeidad de la muerte haga que los difuntos tomen carta de naturaleza y su presencia entre los vivos sea una constante en nuestra cultura tradicional.
Desde los primeros tiempos del hombre en la Tierra, el respeto hacia la muerte llevó a nuestros antepasados a considerar que entrando en contacto con los restos de una persona fallecida se nos podían transmitir las habilidades que tuvo en vida. Esa es la razón de que perviviera hasta hace escaso tiempo la antropología ritual en muchos de nuestros pueblos. Hechiceros y curanderos empleaban restos de cadáveres para sus ungüentos y conjuros. Estos son algunos de los más conocidos:
-Antonio Baiot (1744). Sepulturero y pregonero de Campo de Criptana. Desenterraba los cadáveres y utilizaba muelas y calaveras completas en la elaboración de sus ungüentos.
-Juana Ruíz (1541). Reconocida bruja daimieleña. Iba al carnero del cementerio a media noche, cubierta con una sábana blanca y se dedicaba a recoger huesos con los que hacía conjuros y ungüentos. Se la acusó de bailar desnuda para el diablo.
Hasta el siglo XVIII, era costumbre en algunos pueblos manchegos llevar a la casa del muerto a un niño enfermo para que cogiera la mano del difunto. Se creía que a medida que se iba corrompiendo el cadáver iba sanando el niño.
Estos son algunos de los topónimos relacionados con la muerte que hemos encontrado en La Mancha: solana de las Ánimas, loma de los Huesos y el Cementerio en Calzada de Calatrava; puerto de la Muerta en Viso del Marqués; cuesta de las Calaveras en Piedrabuena; la Sepultura y pozo de la Sepultura en Pedro Muñoz…

Veamos algunas de estas presencias que han pasado a formar parte de la mitología manchega.
Procesiones de muertos
Si en nuestras tradiciones hay numerosos relatos de apariciones y de fantasmas, aún son más en las que éstos forman sombríos cortejos. Según Aurelio de Llano, “la mala güeste” fue desde tiempos remotos una creencia común a toda España y definía a un ejército o procesión de demonios. Más tarde pasó a significar procesión de almas en pena.
Por su parte, Lisón Tolosana describe el origen y la evolución de estos desfiles: “Comienza entre los germanos, en el siglo X, con Tîwaz primero y Wotan después. Éste, dios de los muertos, les dirige hacia el otro mundo en un viaje nocturno, menester en el que será sustituido por Odín, que acabará por protagonizar la cacería salvaje. Cristianizado, se le convertirá en el diablo, que guía las almas al infierno. Después se añadirá Diana, que es la encargada de dirigir a las brujas y a otras mujeres engañadas por el demonio”.
En el siglo XIII, Gonzalo de Berceo utiliza el término guest antigua, empleado también por el autor del Poema de Fernán González y será a principios del siglo XVI cuando se utilice la palabra estantigua. Desde que a mediados del siglo XIII comienza a tomar cuerpo el concepto de Purgatorio han sido varias las denominaciones utilizadas para las procesiones de ánimas. Muchas de ellas subsisten aún hoy en día, pero no todas tienen el mismo significado. Así, tanto la estantigua como la estadea se refieren a una procesión de muertos de carácter violento, que portan cirios y flotan sobre el suelo, que se llevan a cuantos encuentran en su camino y los depositan a gran distancia magullados y con las ropas destrozadas. Dice Lisón que “la estantigua venía a atemorizar... venían en grupo... tocando con una campanilla... Las personas al verla se apartaban y cuando a uno no le daba tiempo... lo arrastraban y... lo llevaban por encima de árboles y por los montes. Le temían mucho a eso... La estantigua anda a trastazos con los que encuentra en su camino...”
Güéstiga, Buena gente, Ronda, Recua... Son otros de los nombres con los que se conocen estas procesiones en toda España. Si alguien se encuentra con ellas tiene que tirarse al suelo formando una cruz con el cuerpo, no coger la vela que le dan, hacer un círculo y meterse en su interior... Y, sobre todo, no mirarles pasar. En caso contrario pueden llevarte con ellas o golpearte al pasar a tu lado mientras exclaman: ¡andad de día, que la noche es mía!. Y si alguien ha cogido la vela o el cirio, es posible que al día siguiente advierta con espanto que lo que le habían dado era un hueso o el brazo de un muerto.
En Torre de Juan Abad, de la noche de difuntos, algunos cuentan que al pasar por el cementerio vieron estantiguas agarradas a las rejas de las puertas, increpando a todos aquellos que pasaban de la obligación de cumplir las promesas y el respeto que debían a sus fallecidos. Incluso alguno de los finados se llegaba hasta las casas y se escondía detrás de las puertas. Así lo contaban las abuelas a sus nietos junto al fuego comiendo los dulces tostones.

viernes, 23 de diciembre de 2016

LEYENDA DEL CASTILLO FANTASMA, Guadalmez

Ilustración para leyenda del Castillo Fantasma
Canta el poema que Tres grandes valles te abrazan, tres son los castillos que te guardan, Aznaharón, Vioque y Madroñiz, a los que habría que sumar el castro ibero-romano de La Desesperada, pero aún falta uno más, el castillo encantado de El Morrio. Sí, sí, ese mismo castillo que no se puede ver y que nadie cree en su existencia pero que, en días de espesa niebla, algunos pastores y esparragueros aseguran haberse topado con sus muros y torres. Lo más curioso es que cuando la niebla se levanta del valle y el sol vuelve a señorear en el firmamento, allí no queda rastro alguno de murallas ni torreones que se le parezcan. ¡Curioso castillo que aparece y desaparece a voluntad!
Pero hace siglos, el castillo de El Morrio era una fortaleza igual a las demás, levantada por los musulmanes para defender el Valle del Guadalmez y el camino que unía Córdoba a Toledo. Un castillo gobernado por un alcaide, acompañado de una pequeña guarnición de soldados que, cuando los cristianos dirigidos por Alfonso VIII el Emperador conquistaron el castillo de Santa Eufemia, vivía atemorizado y paranoico esperando el momento que el ejército cristiano llamara a sus puertas.
Una desagradable, lluviosa y fría mañana de invierno el vigía avisó de la llegada de un visitante, y el alguacil presto corrió a las almenas para ver de quien se trataba.
 -¿Quién va?, le gritó al caminante, y éste, echando hacia atrás su capucha, les descubrió el rostro de un hombre mayor de largos cabellos y nívea barba con unos pequeños ojos negros que reflejaban sabiduría.
- Señor, soy un peregrino que se dirige a Toledo sediento de conocimientos, y allí espero poder colmar mi espíritu con las enseñanzas de los grandes maestros. Provengo de Córdoba, donde se me tiene por sabio, pero de lo único que estoy seguro es que aún me queda mucho por aprender, y he aquí la razón de mi viaje. Si fueran tan amables de darme cobijo en esta fortaleza mientras dure el temporal y pueda reemprender mi camino, les estaría eternamente agradecido.
El alcaide, temeroso de que el viajero fuera un espía del rey Alfonso y pudiera delatar su debilidad en armas y hombres para defender el castillo, se negó a abrir sus puertas y contestó al sabio que lo primero que debería aprender es a viajar con el buen tiempo. Nuevamente suplicó el anciano que se le diera hospedaje, y por segunda vez fue rechazada su petición. Ante ello, el viajero tomó su báculo y así hablo:
- La hospitalidad nunca se le debería negar a un necesitado, y ya que tú y tus hombres, a causa del miedo, no habéis dudado en negármela a sabiendas de ser injustos, desde este momento disfrutaréis de paz y tranquilidad eternas y nunca nadie podrá volver a desasosegaros. Cuando con mi báculo toque vuestras murallas y rece el encantamiento, la fortaleza irá desapareciendo para siempre jamás, no habiendo ojos de hombre que puedan volver a vislumbraros por los siglos de los siglos. Atrapados quedareis en este castillo, y únicamente, los días de niebla sus muros volverán a materializarse. Si alguna vez, algún viajero consiguiera dar con vosotros, en uno de esos días, y os pidiera la hospitalidad que a mí me habéis negado, sólo tenéis que ofrecérsela para que el embrujo llegue a su fin.
Con estas palabras, el anciano se acercó a la muralla, y tocando con su vara las piedras de esta, comenzó a susurrar una extraña plegaria. Poco fue el tiempo transcurrido, cuando el castillo, como si de un dibujo a lápiz se tratara y fuera borrado con una goma, comenzó a desaparecer ante los ojos de aquel peregrino, y de todos los hombres.
Nunca el rey Alfonso conquistó ese castillo, ni tampoco Fernando III cuando hizo lo propio con el castillo de Capilla y Aznaharón, pues allí, sobre la cima del Morrio no había castillo alguno.
Aún hoy día, el alcaide y sus hombres esperan la llegada de algún viajero que pida su ayuda, para poder romper la maldición.

Fuente Carlos Mora

martes, 20 de diciembre de 2016

LEYENDA DEL RÍO PERDIDO Y LA MORA ENCANTADA

Ilustración para el río perdido y la mora encantada
El río Guadiana, o río de Anna según la etimología árabe, sorprende a todo aquel que lo visita por su misterioso origen. Tras recorrer apenas un centenar de kilómetros desde su nacimiento en el manantial de los Zampuñones, junto a Villahermosa, su curso se sosiega al cruzar la extensa llanura del Campo de San Juan y llega finalmente a Argamasilla de Alba, donde desaparece sin dejar rastro. Este enigma ha llenado páginas y páginas durante siglos sin que todavía exista una teoría que pueda explicarlo satisfactoriamente. Como no podía ser de otra forma, las leyendas han ocupado el lugar de los hechos y ésta que a continuación referimos, la de Zulema y Mahmud, es solo una de las menos conocidas para el profano. Dicha historia tiene elementos comunes con otras similares en nuestro país y se refiere al mito de la mora, o la encantada, donde la mujer joven y el peine de oro con que arregla sus cabellos constituyen sin duda el centro de la narración……
En los años lejanos que siguieron a la llegada al trono del cuarto emir de Occidente, ¡que Alá lo tenga en su seno! sucedió que una pertinaz sequía asoló las tierras que se extienden en la llanura del Guadiana Alto, tan grande y duradera como nunca antes se había conocido. Las huertas quedaban resecas y expuestas al polvo de los caminos, las plantas se agostaban y en el fondo de las acequias, por donde antaño corría el agua alegre y feraz, crecían ahora los cardos y la grama hasta el punto que los habitantes olvidaron su trazado original. Finalmente, tuvieron que abandonar los campos y emigrar a otras tierras más fértiles y agradecidas.
Ocurrió pues que vino a oídos de un pobre labrador la existencia, en una cueva cercana, de un sabio ulema recién llegado del camino a la Meca, y que había elegido aquel lugar para descansar sus viejos huesos de tantas fatigas acumuladas. El labrador reunió a su mujer y a su único hijo, y les dijo: “Iré a ver a este sabio entre los sabios, de quien dicen que ha leído los versos sagrados en la gran Mezquita de Damasco y conoce la magia de los justos, y le pediré que nos ayude en este difícil trance”. Y así, tras aparejar al asno y despedirse de su familia, salió al camino y se alejó entre los campos resecos de su hacienda.
Al cabo de varios días de viaje llegóse hasta la cueva de la que había oído hablar, entró y encontró allí a un hombre anciano vestido con largos ropajes, y que tenía en la cabeza el turbante de los que han realizado el sagrado viaje, ¡que Mahoma sea cien veces bendito!. Entonces le dijo: -“Sabio ulema, en tu frente está la prueba de que conoces grandes maravillas, y que has visitado los cinco rincones del Paraíso donde florece la bondad de Dios. Apiádate de mí y de mi familia, pues una cruel sequía ha agostado los campos haciendo imposible la vida en mi país, y no tenemos ya otro camino que partir de las tierras de mis abuelos para no morir de sed y de miseria”.-
-Conozco el mal del que me hablas, contestó el ulema - y por ser fiel a los preceptos del Enviado te concederé lo que deseas. Tendrás agua para tus campos y tu ganado, el cielo se abrirá y caerá lluvia abundante haciendo florecer la reseca llanura, y surgirá un río donde nadie antes había conocido tal. Tú y tu familia, y los vecinos y amigos de tu familia no pasaréis más sed y tendréis de aquí en adelante hermosos frutos que os harán la vida regalada.
El labrador le dio encarecidamente las gracias, más el sabio no había terminado de hablar.
-Todo esto lo alcanzarás con una condición. Pues has de saber que yo tengo una hermosa hija llamada Zulema, a la que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo. Ella vivirá aquí para solaz mío, y a fin de que no sienta nostalgia del río y los jardines que la vieron nacer, allá en el lejano Nilo, construiré para ella un rincón maravilloso a orillas de éste, repleto de estanques y de nenúfares ocultos a la sombra de las higueras, donde podrá pasear y componer poemas y canciones para su anciano padre por el resto de sus días. En este punto el ulema miró al labrador con ojos fieros antes de proseguir: - Todo el río será vuestro salvo este pequeño meandro repleto de verdor. Estará vedado, y nadie podrá entrar y perturbar al más preciado de mis desvelos si no es a costa de mi maldición solemne. Concédeme solo esto, y tendrás lo que pides.
El pobre labrador se lo prometió cumplidamente, y partió enseguida de la cueva para volver al lado de los suyos, a los que refirió las extrañas maravillas que había oído de boca del anciano, no dejando de alertar sobre la extraña condición que había impuesto para su cumplimiento.
Nadie en el pueblo dio crédito a las palabras de su vecino hasta que una noche, estando él y su familia reposando en la terraza de su casa, vieron como la luna se ocultaba en densas sombras y un viento fuerte agitaba las datileras a orillas de la acequia, tras lo cual corrieron a refugiarse en la cuadra y cerraron puertas y ventanas por miedo de lo que pudiese suceder. No bien hubieron hecho esto cuando del cielo comenzaron a caer cataratas de agua que inundaron los campos e hicieron correr arroyos y regatos por donde nunca antes se habían visto.
Al cabo de diez días las alamedas se hincharon de humedad y reverdecieron, y los campos pobláronse de tréboles y de lirios amarillos, perfumando el aire y haciendo llegar infinidad de aves para retozar en los lagos que surgían abundantes por todos los rincones de la llanura. Una y otra vez torneaban las nubes majestuosas, retumbando en el cielo, y descargaban agua en abundancia a semejanza de las ubres henchidas de una vaca cuando el ternero solicita su atención. Y tanto llovió, y tanta agua vino a correr por los campos, que el río Guadiana se desvió de su curso desde la cercana Ruidera y tuvo a bien cruzar estas tierras dejando abandonado su antiguo cauce. Los hombres quedaron maravillados de tal portento, nunca visto ni oído, y el labrador dio las gracias al cielo sacrificando uno de los dos cabritos que poseía, y diciendo: -Este es sin duda un regalo de Alá, ¡que su nombre sea cantado en todas las mezquitas de la tierra! De aquí en adelante las huertas darán abundante fruto y no habremos de temer más el hambre y la sed. Salgamos de casa y trabajemos la tierra como está mandado.
Pasaron los años y el río Guadiana mantuvo su nuevo curso, y las lluvias, sin llegar a ser diluvio, siguieron regando las huertas y los bancales haciendo del lugar uno de los más fértiles y celebrados por los poetas de Al-Ándalus. No volvió a verse al anciano ulema en la cueva que le dio cobijo, pero todos estuvieron de acuerdo en que el viejo y su hija vivieron desde entonces junto a aquel rincón vedado del río, situado en uno de sus meandros y oculto a las miradas por datileras, arrayanes y extensos bosques de higueras y de olivos. Era aquel un jardín prohibido y nadie osó jamás poner su pie en él, y debido a ello llamaron a aquel lugar “La Encantada” y cubrieron de extensas dunas de arena todo su perímetro, para avisar a los incautos del peligro que acechaba entre sus gratas sombras”.
Fue entonces cuando Mahmud, el hijo del campesino afortunado, regresó de una larga campaña por tierras del norte donde había ido junto a los suyos para hostigar a las huestes del rey cristiano de Oviedo, y al pasar por allí tuvo noticias de la muerte de su padre. En sabiendo esto un gran pesar ocupó su espíritu, y el comandante de sus tropas quiso que marchase hasta su casa para ocuparse de la herencia, pues daba por bien merecida su libertad. Así pues Mahmud enjaezó su caballo, y tomando sus escasas pertenencias salió una mañana del campamento para arribar tres días después a la casa de su familia, de donde había faltado por espacio de siete largos años. Al llegar abrazó a su madre e hízose cargo de las tierras y del molino, que entretanto había hecho construir su padre a orillas del Guadiana. Y una vez hecho esto lloró largamente la pérdida de su progenitor por las buenas obras que había acometido en vida, semejantes en número a las hojas del árbol centenario que, junto la entrada del pueblo, regala su sombra a todo aquel necesitado de descanso y compasión.
Pero la rueda no deja de girar, como suele decirse. Toma su medida de agua y la vierte bajo la moliz para dar pan, y al cabo quiso la fortuna que su ánimo se serenase con la vista del grano henchido y el canto alegre de los esclavos sobre la tierra fecunda y hermosa. Y así ocurrió que, estando una noche de estío junto a la orilla del río, la luna salió de detrás de la floresta e iluminó con rayos de plata aquel rincón de “La Encantada”, que tanta congoja había supuesto para los habitantes de la región.
-Ahí se esconde el misterio del cual habló mi padre y sobre el que ningún ser, humano o divino, ha puesto todavía su mirada. ¿Quién se atreverá a descorrer el velo del viejo ulema? Esto pensaba Mahmud mientras observaba la tersa superficie de las aguas, cuando oyó o creyó oír un sonido triste que salía de la fronda de higueras. Era una voz de mujer, ahora estaba seguro, cantando un romance melancólico muy conocido en tierras de Oriente:
“En mi jardín, de primavera, vuelan los ibis,
Rosas inclinan sus cabezas escarlata.
Oh, Nilo, río de maravillas…”

Mahmud quedó hechizado por aquella voz, y cogiendo una de las barcas que utilizaban para cargar la harina hasta el pueblo, púsose a remar al encuentro de aquel sonido. No pasó mucho tiempo antes de que entrase en el charco de luz de “La Encantada” junto a la orilla opuesta y allí, sentada sobre una roca y rodeada de juncos y de matas de arrayán, el muchacho vislumbró a una bella mujer de largos cabellos ensortijados, que ignorante de que la observaban peinaba sus bucles negros con un peine de oro. Al punto Mahmud quedó prendado de ella, y con el fin de oír mejor la melodía que brotaba de sus labios se acercó con su barca hasta quedar a escasos metros de la orilla. Pero Zulema, que así se llamaba la muchacha, lo vio venir y asustándose corrió a esconderse entre las higueras hasta desaparecer de su vista.
Más dice un proverbio cierto: “Deja el agua correr y todo estará cumplido”, así que a fuerza de visitas nocturnas, de quiebros, de risas y de disculpas, ambos jóvenes quedaron enamorados el uno del otro y fue de dominio público que todo acabaría mal, pues no pasaría mucho tiempo sin que llegase a oídos del padre de la muchacha, como finalmente ocurrió. Cierta noche en que ambos hallábanse paseando en la barca por el centro del río, el viejo ulema salió de su tienda y fue a caminar buscando el fresco de la corriente, como solía hacer cuando los calores del día habían sido excesivos. Al llegar al claro miró hacia el agua tersa y tranquila, que en ese momento refulgía por el brillo de la luna creciente, y fue entonces cuando descubrió a los amantes sobre la embarcación, comprendiendo así que todo estaba perdido y que la promesa que salvaguardaba a su hija había sido rota.
Presa de indignación el anciano alzó los ojos al cielo, y con un gran grito hundió su vara de olivo en la tierra húmeda, diciendo: -En la traición está la prueba de tu falso amor, hija mía. ¡Cúmplase lo que está mandado! Y a su voz las aguas se elevaron furiosas y la luna se cubrió de brumas oscuras, como aquella noche del diluvio, y un viento fuerte agitó los troncos de los olivos y las datileras inclinando sus troncos hasta casi rozar el suelo. Cuando todo hubo pasado, la luna volvió a brillar en la noche y el gran río calmose en un instante, más en el lugar donde solo un momento antes se encontraba la barca ya no había nada. El viejo, la embarcación y sus dos ocupantes se habían esfumado como un torbellino en la ventisca sin dejar rastro ¡Que Alá sea misericordioso y nos proteja!
Todo desapareció bajo las aguas, incluido aquel peine de oro con que la joven peinaba sus cabellos ensortijados. Y al día siguiente, en pleno periodo de lluvias, el cielo apareció despejado y no llovió. Tampoco lo hizo un día después ni en los restantes, contando hasta tres veces cien, y así pasaron semanas y meses sin que la tierra recibiese la bendición de una sola gota de agua. Los más viejos pensaron que el hechizo de “La Encantada” se había roto finalmente por causa del hijo del labrador, y así ocurrió de hecho. Los pozos y las huertas frondosas se secaron, los campos volvieronse a cubrir de polvo y quedaron al punto del color del heno, como ocurre también en nuestros días, y el río con su meandro misterioso, los campos de arrayanes y las centenarias higueras, todo pasó a ser solo un bello recuerdo al borde del olvido.
Como un sortilegio, el Guadiana se esfuma abruptamente en la reseca llanura manchega a la altura de Argamasilla de Alba, negando el placer de sus aguas y sus sombreadas orillas a los arrieros y labradores que atraviesan el lugar. Y solo unas leguas más adelante, junto al enclave conocido por el nombre de “Los Ojos del Guadiana”, el río vuelve a aparecer sobre la tierra para no dejarla ya hasta su desembocadura en los deltas del sur. Se dice que en años húmedos “lloran los ojos del Guadiana” y tal vez sea así en recuerdo de los desgraciados amores de Zulema y Mahmud, ahogados sin misericordia por los celos de un ulema anciano y cruel. Pero hay quien piensa que, en realidad, la muerte no fue el destino último que les deparó su imprudencia, y que ambos consiguieron huir y cruzar el mar para llegar finalmente a las tierras felices del Magreb y de Egipto, de donde era oriunda la muchacha, viviendo desde entonces junto a aquel río poderoso que atraviesa el desierto y que riega con sus aguas ese país bendecido de Dios ¡Los caminos de Alá son inescrutables!
Si Zulema y Mahmud desaparecieron o no en las profundidades del Guadiana, eso es algo que nunca llegaremos a saber con seguridad. La leyenda afirma que en ciertas épocas del año, durante las noches de luna creciente, puede verse junto a cierta roca una mujer bellísima desenredando con un peine de oro sus largos cabellos ensortijados, negros como alas de cuervo. Y que mientras lo hace lanza a todo aquel que halla la misma pregunta: - ¿Quién crees que es más hermoso: mi peine de oro o yo? El que encontrándola conozca su historia y se apiade de ella, deberá sin dudar elegirla en lugar del peine, y así su alma se salvará y podrá regresar finalmente junto a su padre a orillas del río que una vez habitó. Pues se dice que el viejo ulema la espera todavía arrepentido por su mala acción, y que hizo esconder aquel meandro del Guadiana en las profundidades de La Mancha, con sus bosques de olivos y de higueras, para que sirviera a ambos de solaz lejos del paso del tiempo y las miradas envidiosas de los hombres. Y allí sigue oculta su corriente sin esperanza posible de retorno para nosotros, eternos ignorantes de los designios de Alá. ¿O sí la hay, acaso? Quizás todo cambie cuando alguien sea capaz de hallar el paradero de aquel peine de oro…”

Fuente Blog Saborsaber

domingo, 18 de diciembre de 2016

EL TESORO DE ESCAMILLA, Campos de Montiel

Cuentan que por tierras de los Campos de Montiel, hace muchos años, existió un cortijo donde un gañan llamado Escamilla se esforzaba en arar la tierra un día de frío otoñal. Era noviembre y la yunta le costaba Dios y ayuda seguir con la labor en aquellas tierras apelmazadas por las lluvias caídas recientemente.
Ilustración tesorillo mágico
En cierto momento los animales detuvieron sus esfuerzos, el arado se había enganchado en algo que les impedía continuar. Pese a los esfuerzos de Escamilla que, con la vara fustigaba una y otra vez a las mulas, estas eran incapaces de avanzar un milímetro. Fuera lo que fuera donde estuviera enganchado el arado era de gran tamaño. Pese a los esfuerzos, la yunta permanecía inmóvil. Viendo los fracasos, Escamilla, decidió liberar el arado de la gran laja, que eso era lo que paraba el trabajo y a los animales. Con habilidad consiguió su propósito. Al hacerlo encontró una pequeña hendidura en la tierra y observó que en el fondo brillaba algo con resplandores dorados. Alargó su brazo que apenas cabía por la grieta, tentó algo y lo cogió. Eran grandes monedas de oro. Asombrado metió una y otra vez la mano por el agujero y una y otra vez la sacó llena de monedas.
Sospechaba Escamilla que había encontrado un tesoro enorme y creía que la parte principal aun se encontraba en la angosta cueva cuya estrecha boca no le permitía entrar. Se dirigió prontamente hacia su casa a buscar a su hijo pequeño, confiando en que él si podría meterse por el agujero y sacar el resto del tesoro. Y tal como pensó lo hizo.
Volvió al lugar del hallazgo acompañado de su hijo y lo introdujo dentro de la cueva. El pequeño empezó a sacar riquezas a manos llenas: oros, platas, joyas de todo tipo…pero, lenta, muy lentamente el agujero comenzó a achicarse.
El primero que detectó lo que pasaba fue el niño que gritando pedía a su padre que lo sacara de aquella trampa que se cerraba a ojos vista. Los gritos del crío volvieron a Escamilla a la realidad aunque ya era tarde porque la estrechez de la abertura impedía la salida de su desdichado hijo. Y la tierra se tragó a su víctima.
Los ancianos canturrean aún: - “Escamilla enriqueció… pero un hijo le costó”-. Refieren que aquella desgracia fue un castigo de las “cosas malas” que habitan en lo hondo de la tierra, causado por la avaricia de Escamilla, pues ellas son las celosas guardesas de los tesoros ocultos.

Fuente Carlos Villar Esparza 

viernes, 16 de diciembre de 2016

LEYENDA DE LA ENCINA MILENARIA

Ilustración leyenda de la encina milenaria
ÉRASE una vez un inmenso encinar de los que tanto abundan en las tierras manchegas. Ya conocéis las carrascas: fuertes, serias, desafiantes a las inclemencias del tiempo, escondrijos de jabalíes que buscan sus frutos y marco incomparable para cuentos y misterios.
Es lógico que las brujas, que disfrutaban haciendo el mal por los pueblos del Valle, se cobijasen en aquel espeso bosque de gigantescas encinas. Salían al anochecer, cada una con el plan de trabajo que habían pergeñado la noche anterior, y al apuntar la madrugada volvían volando en sus escobas para contarse, las unas a las otras, las fechorías que habían cometido.
—Yo, amigas mías, decía una, he desencadenado una gran tormenta con toda la traca de truenos, rayos y relámpagos y con la ayuda de los nubleros le he matado al señor Justo la mejor vaca que tenía. Además, en los huertos del Facundo no ha quedado ni un frutal sano para el verano que viene.
Todas aplaudían.
—Pues yo he echado el mal de ojo al niño de la Manuela. El chiquillo se ha negado a mamar y dentro de unos pocos días espero que esté escuchimizado y pronto se muera. Contaba otra.
—Yo he conseguido enfrentar a toda la gente del pueblo de modo que ya no se habla uno con otro y el lugar se ha convertido en un infierno de riñas y disputas.
Y así, cada bruja iba contando sus hazañas.
Luego, cada una se retiraba a dormir a su carrasca preferida y a rumiar los males que podría hacer la noche siguiente.
Los vecinos de los pueblos cercanos vivían angustiados con los hechizos de las brujas. Sabían que la única ocasión para poder atacarlas era cuando, de amanecida, hacían la colada en el río Tablillas y tendían las ropas a secar en los tamujos de sus orillas. Entonces, si conseguían robarles alguna prenda, con ella el adivino podría deshacer sus hechizos.
Pero parecía imposible sorprenderlas porque siempre quedaba alguna vigilando para dar la voz de alarma. Y cuando los hombres aparecían armados de horcas, azadas, cuchillos y garrotes, ellas corrían al carrascal, su refugio más seguro. Allí no podían cazarlas. En cuanto llegaban a él, cantaban:
“Pie sobre las hojas
cuerpo para arriba
al centro de la copa.”
Y se perdían entre la hojarasca espesa de la copa de las encinas, de modo que era imposible alcanzarlas.
Se cuenta que una madrugada del más crudo invierno, los pobres labradores, con las boinas caladas para defenderse del terrible frío, habían decidido dar una batida por el carrascal y al llegar allí, de pronto, por un encantamiento misterioso vieron cómo sus boinas desaparecían, como evaporadas, de sus cabezas, mientras se escuchaban las risotadas de las brujas en los árboles. Ellos, espantados, huyeron a todo correr hacia el pueblo.
Pero no todas las carrascas parecían felices por prestar su cobijo a las brujas, que tantos daños perpetraban. Una de las encinas, la más joven y endeble, sin experiencia ninguna, pero que tenía un gran corazón, protestó:
—Esas malvadas brujas han conseguido que nuestro carrascal sea el de peor fama de todo el Valle. La gente lo teme y lo maldice. Yo pienso que tendríamos que negar el cobijo a seres tan diabólicos.
Las demás carrascas quedaron atónitas al oírla. Se miraban unas a otras con cara de protesta ante tamaño disparate. Siempre había sido así y no estaban dispuestas a que las cosas cambiaran por culpa de esa carrasquilla de nada.
—¡Cómo se nota —dijo la más anciana, que parecía la reina de todas,— que eres una chiquilla sin experiencia! A nosotras nos parece muy bien que vengan las brujas. De esa manera, los leñadores no se atreverán a venir a cortar nuestras ramas. Si sufren, que sufran; si tienen frío, que se aguanten. Nosotras también soportamos la crudeza del invierno y los ardores del verano. Somos fuertes y no nos importa que los hombres, tan debiluchos, se mueran. Que se fastidien…
—Pues sois una egoístas. Si los hombres nos quitan ramas, nosotras podemos conseguir que vuelvan a crecer más sanas y así ellos no sufren. Se defendía y les reprochaba la joven carrasca.
Las demás se reían:
—Con tan buen corazón, poco aguantarás tú.
—Pues aunque vosotras no queráis, yo sí que voy a actuar y desde ahora les voy a prohibir a las brujas que se escondan entre mis ramas. Y si es preciso, hasta delataré su escondite.
Las brujas escuchaban atentas la discusión de las carrascas y se reían de las bravatas de la más joven. Pero, por si acaso, decidieron que sería mejor cambiar de refugio y marcharse a otro carrascal más lejano. Pero como estaban agradecidas a las carrascas viejas les dijeron:
—Por habernos ayudado siempre, queremos premiaros y concederos lo que nos pidáis. Ya podéis formular vuestros deseos, que serán cumplidos.
Las carrascas se alegraron, entusiasmadas por esa posibilidad de cambiar su suerte. Un grupo de ellas expuso:
—Todos los árboles del bosque son hermosos, menos nosotras. Ellos tienen unas hojas hermosísimas mientras que las nuestras son de lo más feo y además están llenas de pinchos. Queremos que de ahora en adelante nuestras hojas sean de oro y nuestras bellotas también.
Otras carrascas pidieron:
—Nosotras no queremos oro, porque no lo necesitamos para nada, pero no estamos de acuerdo con el aspecto de nuestras hojas y queremos tenerlas hermosas y brillantes. Por eso querríamos que fuesen de cristal fino, y también nuestras bellotas. Los demás árboles nos desprecian y eso nos entristece. Además, de esta manera habría variedad en nuestro carrascal y sería el más famoso del mundo.
Otro grupo pidieron tener un aroma agradable y apetitoso, que llamase la atención de todos y que para eso sus hojas estuviesen exquisitamente perfumadas.
Las brujas les concedieron sus deseos y abandonaron el bosque. Solo la carrasca joven se conformó con lo que era. Las otras, enseguida vieron como sus deseos se convertían en realidad. Lo malo es que llegó el invierno con sus fríos y heladas, que suelen ser terribles.
Las carrascas que tenían sus hojas de cristal vieron consternadas cómo el vendaval se las arrancaba una a una, igual que sus bellotas, y al caer al suelo quedaban hechas pedazos. Al perder sus hojas y frutos murieron de tristeza.
Un día aciago, unos contrabandistas pasaron por el carrascal y se quedaron asombrados con su riqueza ya que algunas encinas tenían las hojas y las bellotas de oro. Con violencia las arrancaron para llenar sus sacos, y así aquellas desgraciadas carrascas murieron a los pocos días.
Parecida suerte corrieron las otras carrascas, que sólo aguantaron hasta la primavera. Y es que una mañana de abril, un pastorcillo que vigilaba su rebaño observó que una de las cabras se abalanzaba hacia una de las encinas que conservaba sus hojas, atraída por el dulce perfume que emanaban sus hojas, y comió con tanto deleite y avidez que pronto la encina se quedó desprovista de hojas en las ramas más bajas. Pronto le siguió el resto de las cabras.
El pastor, al comprobar la apetencia de sus animales, llamó a los otros pastores y en pocos días arrancaron todas las apetitosas hojas para darlas de comer a sus ganados. Así fue desapareciendo el carrascal. Solo quedó una encina. La más joven, que fue creciendo y creciendo con el paso de los siglos hasta convertirse en carrasca milenaria, frondosa, hermosa, fuerte y orgullo de todas las gentes del Valle.
Ella, siendo joven, consiguió alejar a las brujas del lugar pero no pudo evitar la muerte de sus orgullosas hermanas. Ahora no está sola. De sus frutos fueron creciendo numerosas congéneres que la rodean para protegerla de curiosos. Ninguna tiene hojas y bellotas de oro, tampoco de vidrio, ni olores distintos a los de una encina. Son simplemente encinas y puede que alguna de ellas, con el paso de los siglos alcance el tamaño y el lugar de la vieja encina milenaria.

Marcel Félix

miércoles, 14 de diciembre de 2016

LEYENDA DE CARLOS Y EL ORICUERNO-UNICORNIO

El unicornio, animal mitológico con poderes mágicos
“Había una vez una mocita que tenía un novio y los dos se adoraban. Pero en el pueblo donde vivían había otro mozo que también la quería y no hacía más que perseguirla a pesar de los continuos rechazos de ella. Una noche en que estaban los dos enamorados hablando, ella tras la reja de la ventana, vino alguien protegido por las sombras y mató al novio. Ella supo inmediatamente quién había sido. Salió y, al dar la vuelta a una esquina, se encontró de cara con el asesino y, sin pensárselo dos veces, lo mató de un trabucazo. Pero con tan mala fortuna que no sólo mató al asesino de su amado sino además a un amigo que le acompañaba. Así que nuestra mocita pensó que lo mejor era poner tierra de por medio y huir de la justicia.
Cogió un hatillo con ropa y comida y se marchó por los montes. Anduvo durante toda la noche y todo un día hasta que se encontró unos pastores. A ellos les contó su historia. Los pastores se compadecieron de ella y decidieron ayudarla. Le cortaron el pelo, le dieron ropa de pastor y así, vestida de hombre, se fue por esos mundos.
De mocita enamorada
he pasado a ser varón,
Carlos digo ser llamada
en mi nueva condición.

Y Carlos llegó a un pueblo donde nadie lo conocía y allí se puso a trabajar en casa de un rico comerciante. El rico comerciante tenía una bella hija llamada Isabel. Entre Isabel y Carlos hicieron pronto muy buenas migas y ella se enamoró de Carlos. Pero como él no le decía nada pensaba que era por timidez. Así que ni corta ni perezosa se declaró ella. Carlos puso mil y una disculpas…, que qué dirían sus padres, que no lo conocían de casi nada…, pero la verdad es que los padres de Isabel estaban encantados con Carlos, que era bueno y trabajador.
Las cosas se enredaron de tal forma que Carlos se vio casado con Isabel. Y, claro, llegó la primera noche que iban a pasar juntos. Isabel, feliz y contenta, se metió en la cama. Pero Carlos muy nervioso no hacía sino dar vueltas y vueltas por la habitación. Isabel no entendía nada.
- Pero, Carlos, ¿qué te pasa? ¿Es que no eres feliz?
Y Carlos, al final, no tuvo más remedio que sentarse al borde de la cama y contarle la verdad: que no era hombre, sino mujer, que huía de la justicia, y que si ella la delataba, estaba perdida. Isabel la miró con sus grandes ojos y le dijo: “Te ayudaré. Seguiremos viviendo como si tú fueras hombre”.
Casada me vi de golpe,
casada y sin remisión,
sin una amiga tan fiel
muerta me vería yo.

Pero ya hemos dicho que estamos en un pueblo y ya sabemos lo que ocurre en los pueblos, que todos hablan de todos, que hablan y hablan… Y había pasado un año y Carlos e Isabel no tenían hijos. Y la gente comenzó a murmurar, y hubo quien se atrevió a decir que si Carlos no era Carlos, sino que era una mujer. El suegro, el rico comerciante, se salía de sus casillas: ¿cómo era posible semejante difamación?
Decidió hacer una prueba para que todos los del pueblo se dieran cuenta de que Carlos era un hombre. Invitó a toda la gente del pueblo, montó un gran banquete. Pensó él: “Pondré sillas bajas y sillas altas. Si Carlos se sienta en la silla más baja es que es mujer y si se sienta en la silla más alta es que es hombre”. Pero Isabel, que estaba a todo lo que ocurría en la casa, descubrió lo que su padre tramaba y se lo contó a Carlos. Y Carlos se sentó en la silla más alta.
Mi suegro me puso sillas
por saber mi condición.
con Isabel como amiga
de las pruebas salgo yo.

Pero la gente no quedó muy convencida y siguieron las murmuraciones. Así que el suegro decidió hacer una prueba definitiva. Invitó a todos los hombres del pueblo a una gran cacería y después de la cacería, todos a bañarse desnudos al río. Ahí se vería si Carlos era un hombre o era una mujer. Carlos e Isabel estaban acongojados. De aquélla sí que ya no salían.
Y llegó el temido día. Y después de la cacería, todos a bañarse al río. Los hombres se desnudaron, menos Carlos, que puso una disculpa momentánea y se sentó en una peña a dar vueltas y vueltas a la cabeza a ver qué podía hacer. Y de repente apareció, viniendo por el camino, un animal inmenso con unas grandes patazas, una gran cabeza y un enorme cuerno que salía de ella. Era un Oricuerno que se fue acercando a ella y le dijo que se desnudase y con su inmenso cuerno le hizo una cruz en el empeine, y en aquel mismo instante Carlos se convirtió en Carlos.
Estaba desesperado
de esta ya no salgo no
apareció un oricuerno
que en hombre me convirtió.

Y corriendo se fue hacia el río y todos pudieron comprobar que era hombre.
Volvieron todos a casa,
Isabel en el balcón,
corrió Carlos a abrazarla,
le ofreció todo su amor.

Fuente popular

El Molino del diablo

Más de un siglo hace que las aguas del río Guadalmez ya no mueven las piedras del viejo molino, y ese mismo silencio ha desterrado de l...