Ilustración Leyenda los Paracaidistas de Puertollano |
Nadie hubiese podido conjeturar que un
grupo de honrados y pacíficos vecinos de Puertollano habrían de ser los
verdaderos precursores del tan difícil como valiente arte del paracaidismo.
Nadie, en fin, hubiese podido imaginar que la heroica gesta, rayana en la
epopeya, de unos humildes defensores de sus hijos y de sus casas, a la par que
de sus vacas, sus borregos y gallinas, más que de la causa de Isabel II, en una
jornada tan heroica y tan arrojada como aquella de tirarse al espacio sin
planeadores, sin salvavidas, sin estudiar el parte meteorológico, y sin otras
de las mil garantías que hoy los ejércitos de paracaidistas de todo el mundo se
rodean antes de lanzarse al espacio para evitar romperse las narices con el
santo suelo iban a realizar tan homérica hazaña.
Independientemente de las grandes
batallas que por el norte se estaban liquidando todos los días entre carlistas
y liberales, por el centro se organizaban fuertes cuadrillas de carlistas, o a
veces de simples forajidos que valiéndose de la ocasión se dedicaban a robar y
saquear aldeas y caseríos invocando el nombre de Carlos.
A Puertollano también le correspondió
recibir la visita de una de aquellas patrullas o cuadrillas, vaya usted a
saber, aunque hay quien asegura que quien llegó a nuestro pueblo fue un
auténtico carlista, amigo de Zumalacárregui, llamado Basilio García, más
conocido por el remoquete del “Feo Cariño”, quien lucía el correspondiente
mostacho y luenga perilla, con cuyas puntas se hacía cosquillas para reírse
cada vez que mataba a un isabelino.
Pues bien, el tal Basilio García se
presentó en Puertollano una lluviosa y gris mañana de diciembre, mientras el
sacristán de la iglesia de la Asunción, que fue avisado por un asustado
zagalillo guardador de cabras, que vio venir a los carlistas desde lo alto del
cerrillo de la Azucena en donde ramoneaban sus cabras aquella mañana, batía la
campana de la iglesia en desesperado rebato, a cuyo urgente sonido los cercanos
labriegos abandonaron yuntas, hatos y aperos para correr desolados hacia el
pueblo. Las mujeres recogían los chiquillos que juagaban al mocho en la plaza
porque entonces como ahora faltaban escuelas en Puertollano y todo eran idas y
venidas y ruidos de trancas que aseguraban las puertas mientras en los
estrechos ventanucos se colocaban colchones y aparecían algunos mosquetones por
las estrechas rendijas dejadas en algunas puertas.
Componía entonces la guarnición
gubernamental del pueblo un capitán de infantería, que era hijo de Puertollano
y se llamaba Hipólito Valdéras, que tenía a sus órdenes apenas una decena de
soldados que igual empuñaban el mosquetón que manejaban el arado.
Decidió el capitán Valdéras salir a
las afueras a defender el pueblo del ataque carlista y metiéndose con los suyos
en una zanja, construida tiempo atrás en un lugar que aun lleva el nombre de
Parapeto y que fue hasta hace bien poco barriada de chabolas y cuevas para
gentes humildes, saludó a las embarradas huestes del Feo Cariño con los
primeros disparos.
La gesta del valiente capitán Valdéras
duró poco pues pronto caería en manos de las tropas carlistas que les superaban
en número y armamento. El heroico capitán y los ocho soldados de la guarnición
fueron pasados por las armas horas después. El fusilamiento tuvo lugar en una
gran cerca que había frente a la iglesia de la Asunción y que hasta hace poco
fue sede de la bodega de Espadas.
Al sonar los primeros tiros algunos
vecinos, que se habían refugiado en sus casas, salieron a las calles para
reunirse en la plaza, donde acordaron hacerse fuertes en la iglesia. Se
dirigieron al templo pertrechados de escopetas y paraguas para protegerse de la
torrencial lluvia.
El furibundo Feo Cariño al frente de
todas sus tropas se parapetó frente al gran edificio, venía muy enojado por la
escaramuza del Parapeto en la que había perdido dos hombres. Empezaron a
disparar a los puertollaneros que se
habían encerrado en la Iglesia estos en un arriesgado esfuerzo se encaramaron
en el campanario. Desde allí, unos con
sus escopetas y otros con piedras repelían los ataques con tanta puntería que
una de las piedras vino a dar en el rostro de un sargento carlista natural de
Cuenca haciéndole caer del caballo. Aquello colmo la ira de Basilio García y
ordenó quemar inmediatamente la iglesia, con el propósito de que los refugiados
en la torre muriesen quemados como lo hicieron los defensores de Numancia.
Pasados unos minutos la iglesia ardía
en toda su techumbre sin que pudiese haber salvación posible para los vecinos,
que veían como las llamas comenzaba ya a lamerles los pies, al tiempo que
padecían las consecuencias asfixiantes de la humareda.
Y fue entonces cuando al honrado
vendedor de carbones llamado Antonio Alfonso Martínez, el que había arrojado la
piedra a la cabeza del sargento conquense, se le ocurrió la genial idea de
salir volando de aquel infierno y hacerlo aferrados a sus paraguas. Aquellos
paraguas de entonces, de gran tamaño y construidos con varillas de acero y seda
autentica. Pero había seis paraguas y ellos eran ocho,- ¿Qué hacer, dios
misericordioso? Se preguntaron.
El caso es que no había tiempo que
perder porque el fuego amenazaba ya con prender en sus ropas. Y nuevamente
surgió el genio del carbonero que dijo, -“Yo creo que los más delgados se
podrían tirar juntos en dos paraguas y con los capotes bien abrochados”. Dicho
y hecho. Sin dudarlo, tras santiguarse y encomendar su vida a dios, se
arrojaron todos desde el alto
campanario.
Quiso la suerte que se levantara
entonces un fuerte ventarrón y que soplara en dirección al barrio que hoy
conocemos por San Agustín y que entonces era conocido como el Tomillar. Cuál
sería el estupor y hasta el miedo de los asombrados carlistas al ver volar
sobre sus cabezas a los ocho puertollaneros, a los que ya daban por muertos en la
torre de la iglesia.
Se retorció los mostachos Feo Cariño
mientras su soldadesca tomaba lo ocurrido como cosa de brujería o de
encantamiento y medrosos salieron corriendo de la plaza de la Asunción para
abandonar al día siguiente Puertollano en dirección a Piedrabuena, donde por
cierto recibieron una sonada derrota que los diezmo notablemente.
Nuestros pioneros paracaidistas
tomaron tierra a media legua de Puertollano y por la noche volvieron a sus
casas sanos y salvos con sus capotes y paraguas salvadores.
Cuentan los historiadores del general
Zumalacárregui que cuando Basilio García, el Feo Cariño, fue a darle cuenta de
sus andanzas por tierras manchegas le habló de un ejército endiablado que se
trasladaba de un sitio a otro por los aires y sin necesidad de alas. El Duque
de la Victoria le mandó encerrar de inmediato creyendo que se había vuelto
loco.
Fuente Anezda
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