martes, 13 de diciembre de 2016

LEYENDA DE LOS PARACAIDISTAS DE PUERTOLLANO

Ilustración Leyenda los Paracaidistas de Puertollano
Nadie hubiese podido conjeturar que un grupo de honrados y pacíficos vecinos de Puertollano habrían de ser los verdaderos precursores del tan difícil como valiente arte del paracaidismo. Nadie, en fin, hubiese podido imaginar que la heroica gesta, rayana en la epopeya, de unos humildes defensores de sus hijos y de sus casas, a la par que de sus vacas, sus borregos y gallinas, más que de la causa de Isabel II, en una jornada tan heroica y tan arrojada como aquella de tirarse al espacio sin planeadores, sin salvavidas, sin estudiar el parte meteorológico, y sin otras de las mil garantías que hoy los ejércitos de paracaidistas de todo el mundo se rodean antes de lanzarse al espacio para evitar romperse las narices con el santo suelo iban a realizar tan homérica hazaña.
Independientemente de las grandes batallas que por el norte se estaban liquidando todos los días entre carlistas y liberales, por el centro se organizaban fuertes cuadrillas de carlistas, o a veces de simples forajidos que valiéndose de la ocasión se dedicaban a robar y saquear aldeas y caseríos invocando el nombre de Carlos.
A Puertollano también le correspondió recibir la visita de una de aquellas patrullas o cuadrillas, vaya usted a saber, aunque hay quien asegura que quien llegó a nuestro pueblo fue un auténtico carlista, amigo de Zumalacárregui, llamado Basilio García, más conocido por el remoquete del “Feo Cariño”, quien lucía el correspondiente mostacho y luenga perilla, con cuyas puntas se hacía cosquillas para reírse cada vez que mataba a un isabelino.
Pues bien, el tal Basilio García se presentó en Puertollano una lluviosa y gris mañana de diciembre, mientras el sacristán de la iglesia de la Asunción, que fue avisado por un asustado zagalillo guardador de cabras, que vio venir a los carlistas desde lo alto del cerrillo de la Azucena en donde ramoneaban sus cabras aquella mañana, batía la campana de la iglesia en desesperado rebato, a cuyo urgente sonido los cercanos labriegos abandonaron yuntas, hatos y aperos para correr desolados hacia el pueblo. Las mujeres recogían los chiquillos que juagaban al mocho en la plaza porque entonces como ahora faltaban escuelas en Puertollano y todo eran idas y venidas y ruidos de trancas que aseguraban las puertas mientras en los estrechos ventanucos se colocaban colchones y aparecían algunos mosquetones por las estrechas rendijas dejadas en algunas puertas.
Componía entonces la guarnición gubernamental del pueblo un capitán de infantería, que era hijo de Puertollano y se llamaba Hipólito Valdéras, que tenía a sus órdenes apenas una decena de soldados que igual empuñaban el mosquetón que manejaban el arado.
Decidió el capitán Valdéras salir a las afueras a defender el pueblo del ataque carlista y metiéndose con los suyos en una zanja, construida tiempo atrás en un lugar que aun lleva el nombre de Parapeto y que fue hasta hace bien poco barriada de chabolas y cuevas para gentes humildes, saludó a las embarradas huestes del Feo Cariño con los primeros disparos.
La gesta del valiente capitán Valdéras duró poco pues pronto caería en manos de las tropas carlistas que les superaban en número y armamento. El heroico capitán y los ocho soldados de la guarnición fueron pasados por las armas horas después. El fusilamiento tuvo lugar en una gran cerca que había frente a la iglesia de la Asunción y que hasta hace poco fue sede de la bodega de Espadas.
Al sonar los primeros tiros algunos vecinos, que se habían refugiado en sus casas, salieron a las calles para reunirse en la plaza, donde acordaron hacerse fuertes en la iglesia. Se dirigieron al templo pertrechados de escopetas y paraguas para protegerse de la torrencial lluvia.
El furibundo Feo Cariño al frente de todas sus tropas se parapetó frente al gran edificio, venía muy enojado por la escaramuza del Parapeto en la que había perdido dos hombres. Empezaron a disparar  a los puertollaneros que se habían encerrado en la Iglesia estos en un arriesgado esfuerzo se encaramaron en el  campanario. Desde allí, unos con sus escopetas y otros con piedras repelían los ataques con tanta puntería que una de las piedras vino a dar en el rostro de un sargento carlista natural de Cuenca haciéndole caer del caballo. Aquello colmo la ira de Basilio García y ordenó quemar inmediatamente la iglesia, con el propósito de que los refugiados en la torre muriesen quemados como lo hicieron los defensores de Numancia.
Pasados unos minutos la iglesia ardía en toda su techumbre sin que pudiese haber salvación posible para los vecinos, que veían como las llamas comenzaba ya a lamerles los pies, al tiempo que padecían las consecuencias asfixiantes de la humareda.
Y fue entonces cuando al honrado vendedor de carbones llamado Antonio Alfonso Martínez, el que había arrojado la piedra a la cabeza del sargento conquense, se le ocurrió la genial idea de salir volando de aquel infierno y hacerlo aferrados a sus paraguas. Aquellos paraguas de entonces, de gran tamaño y construidos con varillas de acero y seda autentica. Pero había seis paraguas y ellos eran ocho,- ¿Qué hacer, dios misericordioso? Se preguntaron.
El caso es que no había tiempo que perder porque el fuego amenazaba ya con prender en sus ropas. Y nuevamente surgió el genio del carbonero que dijo, -“Yo creo que los más delgados se podrían tirar juntos en dos paraguas y con los capotes bien abrochados”. Dicho y hecho. Sin dudarlo, tras santiguarse y encomendar su vida a dios, se arrojaron  todos desde el alto campanario.
Quiso la suerte que se levantara entonces un fuerte ventarrón y que soplara en dirección al barrio que hoy conocemos por San Agustín y que entonces era conocido como el Tomillar. Cuál sería el estupor y hasta el miedo de los asombrados carlistas al ver volar sobre sus cabezas a los ocho puertollaneros, a los que ya daban por muertos en la torre de la iglesia.
Se retorció los mostachos Feo Cariño mientras su soldadesca tomaba lo ocurrido como cosa de brujería o de encantamiento y medrosos salieron corriendo de la plaza de la Asunción para abandonar al día siguiente Puertollano en dirección a Piedrabuena, donde por cierto recibieron una sonada derrota que los diezmo notablemente.
Nuestros pioneros paracaidistas tomaron tierra a media legua de Puertollano y por la noche volvieron a sus casas sanos y salvos con sus capotes y paraguas salvadores.
Cuentan los historiadores del general Zumalacárregui que cuando Basilio García, el Feo Cariño, fue a darle cuenta de sus andanzas por tierras manchegas le habló de un ejército endiablado que se trasladaba de un sitio a otro por los aires y sin necesidad de alas. El Duque de la Victoria le mandó encerrar de inmediato creyendo que se había vuelto loco.

Fuente Anezda

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