sábado, 28 de enero de 2017

EL DILEMA DE LAS GOLONDRINAS, LEYENDA DE GUADALMEZ

Pareja de golondrinas en el Valle Mágico
Quien se haya criado en un pueblo agrícola es consciente de la importancia que tiene la caprichosa climatología a la hora de diferenciar un año bueno y provechoso de otro malo o calamitoso, e igualmente sabe que cuando la tierra ha dado frutos en demasía, éstos deben ser, en parte, almacenados para cuando la naturaleza se muestre menos generosa. Con ello se entra en un círculo que persigue asegurar el abastecimiento y evitar las consecuencias nefastas de un año de carestía. Y todo ello, como si de una ley natural se tratara, es observado de padres a hijos, respetado y aplicado cual obligación sagrada.
A tenor de este inciso, me viene a la memoria un cuento que escuchara siendo niño, y que explicado para que un público infantil lo entendiese, pretendía ir educando a la audiencia en una forma de vida que respetara, el día de mañana, esta ley sagrada. Contaban los más viejos que un año de abundantes lluvias en el valle, hizo que aparecieran multitud de mosquitos, moscas, hormigas aladas y demás insectos, que revoloteaban por doquier y que alegraron sobremanera a la comunidad de golondrinas.
Éstas nunca habían visto tanto alimento a su alcance y la felicidad que las inundaba hizo que unas golondrinas tomaran un camino y otras, el opuesto. Es decir, ante la abundancia de comida, que aseguraba una plácida vida, hubo golondrinas que decidieron seguir alimentándose como antes e ir almacenando los excedentes en sus nidos, o en nidos almacén que construyeron al efecto, para cuando la temporada no fuera tan propicia. Para otras, si este año había sido tan lluvioso ¿por qué no lo iban a ser los siguientes? Con lo cual, había que disfrutar de lo que se tenía y aprovecharlo al máximo.
Comían todo lo que les apetecía hasta quedar plenamente satisfechas e incluso intercambiaban alimentos con las otras golondrinas a cambio de que éstas les construyeran nidos más grandes y confortables, equipados con las mejores plumas traídas de los rincones más lejanos del valle. A otras encargaban la tarea de encubar sus propios huevos para no tener que estar encerradas durante dos semanas en el nido, y gracias a ello disfrutar de ese tiempo volando de un lugar a otro, conociendo todos los rincones de aquel valle. Incluso, como envidiaban la majestuosidad del águila, y tenían los medios para ello ¿por qué no imitarlas? Y así fue como se mandaron fabricar unas grandes alas de lino, picos curvos de porcelana y garras de metal para sobrevolar desde las grandes alturas aquellas tierras, como si de las mismas reinas de las aves se tratara.
Pero a aquel año de lluvias le siguieron años de sequía, y los mosquitos, moscas, hormigas aladas y demás insectos, no aparecieron por el valle, por lo cual no había alimento para poder seguir manteniendo su sueño de ser como las águilas, ni tampoco para poder aplacar el hambre que las atenazaba, y ahora eran ellas las que miraban con envida a las otras golondrinas que habían almacenado esos alimentos y que no tenían que pasar las necesidades por las que ellas estaban pasando. De nada servían sus nidos más grandes, sus alas de lino, sus picos de porcelana o sus garras de metal, cuando era el hambre el que llamaba a sus puertas. Y es que aunque haya días que el sol nos haga brillar como estrellas o el viento nos eleve como a una cometa, uno no debe olvidar quien es y de donde viene.

Carlos Mora.

viernes, 20 de enero de 2017

LA PEÑA DEL CUERVO, LEYENDA DE GUADALMEZ

Morgos o duendes mineros
Dominando la población de Guadalmez, se yergue una montaña a la que los lugareños dan el nombre de “Peña del Cuervo”, y desde su “ventanilla”, como si de un gran ojo se tratara, vigila al pueblo que se asienta en su ladera.
Hace ya tantos años, tantos soles y tantas lunas han pasado, que no hay memoria que la recuerde, pero en ese mismo lugar transcurrió una historia, que por su desenlace, bien se merece contar.
De todos es conocida la afición de los morgos, esos duendes tacaños y escurridizos, por buscar y acaparar viejos tesoros, y sabedores del gusto que los cuervos sienten por las cosas brillantes, no se les ocurrió otra idea que robar de un nido de cuervos un pequeño polluelo, al que con un brebaje mágico y cantidades ingentes de comida, hicieron crecer y crecer, hasta convertirlo en un gigantesco monstruo. Amaestraron al cuervo para que sobrevolara el valle, y las tierras vecinas, en busca de objetos brillantes, y los trajese en su pico hasta la guarida de la “ventanilla”, una falsa cueva, con un gran ventanal, donde los morgos se encargaban de esconder los objetos de valor y desechar las baratijas.
Todos y cada uno de los días, el cuervo arrancaba el vuelo desde ese ventanal, y sobrevolaba el valle, en busca de aquellos objetos que los rayos de sol hicieran brillar, y todos y cada uno de los días, su pico traía doradas monedas, brillantes piedras, bruñidos metales y traslúcidos cristales. Pero el cuervo, además de rastrear los campos en busca de esos objetos perdidos o escondidos, comenzó a atacar a los habitantes de la aldea y de las villas cercanas, para robarles las joyas y adornos que portaban, sembrando el pánico entre los vecinos, que optaron por no salir a la calle, mientras brillara el sol, con alhaja alguna que sus rayos pudieran delatar.
Sólo la visión de este gigantesco cuervo, sobrevolando su cielo, ya causaba pavor entre los aldeanos, y a partir de los ataques hacia las personas, este miedo se hizo tan insoportable, que los vecinos decidieron actuar y encomendaron a los alguaciles la tarea de acabar con las correrías del monstruo. Pero ni las ballestas, las lanzas o las pistolas de pólvora, consiguieron derribar jamás al animal, y eso que, incluso, se ofreció una recompensa a los mejores cazadores de la zona, si conseguían abatir a la bestia. No había nada que hacer, el cuervo seguía saliendo cada mediodía, cuando más brillaba el sol, en busca de su cosecha, y los morgos acumulaban y acumulaban riquezas, en esa Peña del Cuervo. Si aún eran pocas desgracias, cierto día junto al río, el cuervo se encaprichó de unos preciosos destellos azulados, y se lanzó a por ellos, arrancándole a una bella joven sus ojos, unos ojos tan claros como la misma agua marina. Con unas cuencas vacías, y aún sangrantes, la joven se llegó hasta la misma plaza del pueblo, donde fue socorrida por los vecinos que en ella estaban, aunque nada pudieron hacer sus cuidados y entre sus brazos exhaló el último aliento. Esto era la gota que colmaba el vaso, había que destruir a la bestia fuera como fuese.
Se contó tiempo después, que estando un pastor con sus ovejas, a la orilla del río, y al acercarse a su orilla para echar un trago de agua, unos maravillosos ojos azules parecieron surgir desde el fondo del río, y una voz, como de ultratumba, indicó al aterrado pastor la manera de deshacerse de aquel monstruoso cuervo.
Como era la época de la siega, los agricultores aportaron todo el grano de trigo y cebada que se había cosechado ese año, y los ganaderos sacrificaron rebaños enteros de cabras y ovejas. Era necesario un esfuerzo común para acabar con el problema que estaba destruyendo su pacífica convivencia, y nadie puso objeción alguna a ese despilfarro.
En carros y carretas se trasladó toda esa carne y grano a la Peña del Cuervo, aprovechando que la bestia había salido como cada mediodía, y se depositó junto a su nido, a modo de ofrenda. Cuando el cuervo llegó a su guarida, no pudo reprimir la glotonería a la que le habían educado los morgos, y comenzó a devorar toda aquella comida, a tal velocidad, y en tan grandes cantidades, que de nuevo su tamaño empezó a crecer y crecer, hasta el punto de no poder salir ya por el ventanal y quedar atrapado en aquella cueva. Fue el momento que aprovecharon los aldeanos, para, desde fuera de la “ventanilla” asaetar al cuervo, hasta que dejó de graznar. Al fin la bestia había muerto y las joyas, que aún no había dado tiempo a los morgos esconder, sirvieron para alimentar al pueblo ese año, en el que había sacrificado todo lo que tenía para acabar, una vez por todas, con el mal que les atormentaba. Nunca más volverían a tener miedo si afrontaban los problemas entre todos, porque bien grabado les había quedado en sus cabezas el viejo dicho que reza que la unión hace la fuerza.

Fuente Carlos Mora

sábado, 14 de enero de 2017

SAN ANTÓN, PATRÓN DE LOS ANIMALES, Y SU GUARRILLO...

Hoguera de san Antón
En numerosos pueblos manchegos y de toda España, la llegada de la tradicional fiesta de san Antonio Abad da inicio a otra costumbre no menos valorada: el famoso gorrino de san Antón. Es además una de las contadas ocasiones en que la tradición de origen religioso, siempre ligada a un día concreto del santoral, se extiende de forma ininterrumpida durante los doce meses del año. Las peculiares andanzas del gorrino de san Antón nacen con el propio san Antonio Abad, del que se decía que era amigo de todos los animales y especialmente de los cerdos pequeños o “cochinillos”.
Este singular eremita vino al mundo a mediados del siglo III d.C. en el Alto Egipto, y con apenas 20 años de edad vendió todas sus posesiones y se retiró a una vida ascética y contemplativa en el desierto. Los hagiógrafos afirman que a la muerte de su amigo Jerónimo de Estridón, Antonio le dio cristiana sepultura ayudándose de leones y otros seres de dos y cuatro patas. De ahí viene sin duda su acertada elección como patrón de los sepultureros y de los animales.
Pero la leyenda que más nos interesa es la que tiene que ver con el cerdo salvaje que decidió acompañarle toda su vida, una vez que el santo le otorgó el milagro de que recuperaran la vista el y sus jabatos. Los cristianos de siglos posteriores acostumbraban a representar a san Antonio con un cerdo domado a sus pies, dando a entender así que el santo había logrado dominar la impureza con su vida milagrosa. Se cree que la tradición del cerdo de san Antón se remonta al menos a la Edad Media, pues era costumbre de hospitales y hospederías soltar sus animales para que pastasen libremente por los alrededores. Para evitar que cualquier desalmado los robase era rito obligado ponerlos bajo la tutela y el patrocinio del santo: nadie en su sano juicio se atrevería a llevárselos provocando la ira de su benefactor.
En los meses de febrero o marzo de cada año, era común hasta hace muy poco donar un cochinillo como agradecimiento a algún favor recibido de san Antonio. Por lo general se le colocaba en el cuello una cinta de color con una campanilla, y tras ello se soltaba para que deambulase libremente por las calles en busca de alimento y compañía. Desde luego el cochino no tenía que complicarse mucho la vida para encontrar el sustento, puesto que al sonido alegre de la campanilla los vecinos sacaban rápidamente a la calle cualquier golosina, restos de comida, harina de cebada o salvado. Otras veces se trataba simplemente de granos de cebada, guisantes o guijas, pero en cualquier caso alimentos perfectamente apetecidos por el animal, que como todo el mundo sabe es capaz de ingerir cualquier cosa.
Corren cientos de anécdotas acerca de la voracidad y el exceso de confianza que el cerdo adquiría con el tiempo, a lo largo de las semanas y meses de vida virginal. Entre ellas nos ha llamado la atención la de aquel cochino que aprovechó una puerta abierta para colarse dentro de la vivienda, dirigiéndose de inmediato hasta el lugar donde el niño de pocos meses dormía en su cuna. Aunque la madre pudo echar a tiempo al animal éste ya había hecho desafortunadamente de las suyas: con los años, aquel niño confiado recibió el significativo nombre de “desorejao”.
Era asimismo frecuente aprovechar los hoyos y baches de las calles, o bien las cunetas de los caminos cercanos, para vaciar unos cuantos cubos de agua y preparar así al gorrino un magnífico baño donde revolcarse. De forma natural, estos animales se dan con frecuencia baños de barro para librarse de los parásitos, por lo que el animal agradecía sinceramente el detalle, aún más si se realizaba durante las largas y calurosas jornadas veraniegas. Día tras día acudía al lugar donde la comida disponible era más de su agrado, una especie de “menú a la carta” que ya hubieran querido muchos de sus vecinos humanos. Con la comida le facilitaban el agua, y cuando en aquella casa ya no había nada que rascar, cambiaba sin dudarlo de restaurante en una búsqueda constante de mimos no siempre merecidos.
Como es lógico, nadie se atrevía a molestar al gorrino puesto bajo la advocación del santo, aunque hay que decir que tampoco eran todo perlas para el animal, ya que las cuadrillas de chicos no entendían de rezos y solían perseguirlo por calles y plazas en pos de una diversión asegurada. También debía tener cuidado con la circulación de carros y caballerías, aunque los conductores se cuidaban muy bien de cometer la imprudencia de atropellarlo y asegurarse una desgracia celestial. Hasta para pasar la noche el gorrino tenía suerte, puesto que cuando no se buscaba un sitio cobijado en algún almacén, o en una caseta de peones carreteros abandonada, siempre había quien le ofreciese un rincón en las cuadras o en el corral de su casa, preparándole para ello un buen lecho con paja reservada a sus bestias.
Así transcurrían apaciblemente los días, semanas y meses de aquel año de gloria. Pasaba el verano y avanzaba el otoño lluvioso, y aquel cochinillo se había convertido para entonces en un lustroso guarro de notables proporciones. Al término de las Pascuas los cofrades de san Antón o los vecinos del barrio aledaño a la ermita, se dedicaban a vender boletos de rifa por todo el pueblo con la malsana intención (para el cerdo) de rifar al animal y costear así los gastos de los festejos, así como alguna que otra reparación inexcusable. A este loable cometido se unía el de los jóvenes pidiendo leña de casa en casa para la famosa hoguera, a encender, durante la noche de la víspera de san Antón, en las inmediaciones de la ermita. Era frecuente que los chavales llamaran a las puertas al grito de: “¡Leña para la hoguera de san Antón!”. Si el vecino respondía con una aportación los niños lo bendecían con un “¡Que san Antón se lo pague!”; en caso contrario la maldición de la chiquillería era solemne: “¡Si qui’a se le muera el gorrino!” (es decir, “si quiera se le muera el gorrino”, en el sentido de “ojala se le muera”).
Además de la hoguera oficial, casi todas las casas del pueblo solían encender su propia hoguera (eso sí, de menores dimensiones) frente a la puerta de la calle, con el fin de que el santo protegiera de todo mal a caballerías, cochinos, gallinas, conejos, palomos, perros u otros animales de la familia. De hecho, el fuego ha sido considerado secularmente un símbolo de purificación y remedio infalible para ahuyentar las calamidades. Se sabe incluso que, durante la Edad Media, fue utilizado para limpiar una maldición también asociada al santo y ciertamente temible por su carácter incurable: el fuego de san Antón o ergotismo. Se trataba de una enfermedad causada por la ingesta de centeno contaminado por cornezuelo, un hongo parásito del cereal, y que provocaba a la víctima síntomas típicos de intenso frío y posterior quemazón en el cuerpo. En estados avanzados, el mal desembocaba en graves mutilaciones, parálisis e incluso la muerte. Los que sobrevivían a ésta y otras enfermedades similares como la lepra, por lo común marcados de por vida con graves deformaciones, eran llamados “gafos” por las gentes ignorantes de la época, un insulto tan terrible que no podía aplicarse a ninguna persona “honorable” sin riesgo de abonar multas que podían llegar hasta los diez maravedíes.
Y por fin llegaba la jornada del 17 de enero, el día oficial de la fiesta. La mañana, como es lógico, se dedicaba a oficiar la misa y la procesión de san Antón recorriendo varias calles del pueblo. Cuando la localidad era pequeña y la procesión tenía visos de acabar demasiado pronto, los cofrades solucionaban la papeleta dando varias vueltas al casco urbano… No hay dificultad que no pueda ser salvada por la devoción de las gentes.
Al caer la tarde los jóvenes se dedicaban a “santonear”, es decir, a deambular por las calles con caballerías (mulos, caballos, burros), normalmente al trote rápido o al galope y con el consiguiente riesgo de caídas, vuelco de carros o atropellos generalizados. La mayoría, sin embargo, se lo tomaban con mayor parsimonia y así llevaban en brazos a sus mascotas preferidas hasta el lugar donde aguardaba la imagen del santo a fin de lograr su bendición por aquel año. En definitiva todo un día de festejos en mitad del oscuro invierno, lleno de intensidad y haciendo valer ese dicho popular tan arraigado que afirma que: “Hasta San Antón, Pascuas son”.
Fuente: SaberSabor.es

miércoles, 11 de enero de 2017

SANTIAGO EN LA NAVA, Leyenda de guadalmez

Ilustración para leyenda "Santiago en La Nava"
Asentadas las huestes cristianas a orillas del río Zújar para poner cerco a la población de Capilla, en el noveno año del reinado de Fernando III, al que llamaron el Santo, los grandes señores de Castilla reunidos con su Rey, discutían sobre la necesidad de tomar antes el castillo sarraceno de Aznaharón, el cerrojo del camino entre Toledo y Córdoba, y que bien pudiera servir de punta de lanza para posibles ataques musulmanes a su retaguardia. Unos eran proclives a esta idea, mientras para otros, movilizar a todo el ejército en la conquista de ese castillo, les haría perder un tiempo precioso, del que no disponían. En estas disputas se encontraban, cuando un grupo de caballeros templarios se ofreció a tomar la fortaleza, por sí mismos, sin que fuera necesario levantar el sitio a Capilla y desplazar al ejército. Para todos aquellos nobles, la idea, aparte de descabellada, no parecía augurar una empresa triunfal, pero ya que se empeñaban aquellos frailes con espuelas, allá ellos y su estúpida heroicidad.
Dio permiso el monarca a aquellos caballeros del Temple, para que emboscados, pudieran trepar por las murallas de la fortaleza de Aznaharón y rindieran sus torres a la Corona de Castilla, y a la mañana siguiente, el grupo de caballeros partió del campamento cristiano, siguiendo la cuerda de las sierras. El plan era acercarse al castillo por su flanco oeste, el que contaba con menor defensa, y en el que más protegidos se encontraban a la vista de los vigías.
Tanta era la vegetación de árboles y arbustos con la que aquellas sierras se revestían, que llegó un momento en el que nuestros valerosos caballeros, se encontraron perdidos y sin saber el rumbo que debían seguir. Cansados, desorientados y sedientos decidieron acampar en un paraje de altos alcornocales, pues ya comenzaba a caer la noche, y en aquel mismo lugar se les presentó una extraña figura, la de un peregrino vestido con una raída túnica que se apoyaba en un bastón del que colgaba una calabaza. Preguntándoles por sus cuitas, éstos le contaron que se hallaban perdidos y que necesitaban llegar a los muros de Aznaharón lo antes posible, así como si aquel buen hombre conocía la existencia de alguna fuente por aquellos parajes, para poder aplacar su sed.
El hombre sacó de un hatillo unas pequeñas piedras blancas y las repartió entre los caballeros, animándoles a que las lanzaran. En el mismo lugar donde fueron cayendo las piedras, comenzaron a brotar manantiales de agua cristalina. Ante la mirada extrañada de los caballeros, aquel peregrino aseguró que no solo ellos tendrían necesidad de beber, sino que también la tendría el ejército que les acompañaba, pues el cerco a Capilla seria largo y trabajoso, y aquí podrían proveerse de toda el agua que necesitaran.
Como ya era noche cerrada, y ni siquiera una estrella asomaba en el firmamento, el peregrino tomó su báculo y tocó con él sobre uno de los arbustos. En ese mismo punto comenzó a brillar la luz de una luciérnaga. A ésta le siguió otra, y otra más, hasta que miles de luciérnagas fueron marcando un camino hacia el este, que según aquel extraño personaje, si lo seguían, les conduciría hasta las mismas puertas de Aznaharón.
Obedeciendo las instrucciones dadas por el peregrino, los caballeros templarios siguieron aquellas tenues lucecitas, y muy pronto se encontraron junto a los muros de la fortaleza. El vigía que debía guardar aquel lienzo de muralla se encontraba dormido y no se percató de su presencia, por lo cual, no les fue difícil a aquellos caballeros trepar por las piedras de la fortaleza, y envueltos en la oscuridad y el silencio de la noche, ir degollando a todos y cada uno de sus defensores. Antes de que los primeros rayos de sol anunciaran el nuevo día, el pendón real de Castilla ondeaba sobre la torre principal de aquel castillo. La misión había sido cumplida con éxito, pero en extrañas circunstancias, por lo que dedujeron que allí había intervenido la voluntad divina, y que aquel curioso peregrino no era otro que el mismo apóstol Santiago, que se había hecho presente para prestarles su ayuda.
Una vez tomada Capilla, aquel grupo de templarios regresó a ese mismo paraje, donde aún seguía manando el agua de aquellas fuentes, y levantó una ermita en honor a Santiago, en agradecimiento por la merced concedida.
Cuentan que muchos años después, cuando aquellas mismas sierras estaban plagadas de golfines y delincuentes, que atemorizaban a los viajeros que de la aldea de Guadalmez se encaminaban a Chillón por el puerto de Las Cuevas, ese mismo peregrino se volvió a presentar a un grupo de aquellos viajeros, que se habían refugiado en la ermita de Santiago de la Nava, y tocando con su larga vara la blanca flor de una jara, ésta se tiñó de rojo, al igual que lo fueron haciendo muchas otras, hasta ir completando un camino en línea recta de flores de jara coloradas. Aquel camino no era otro que el de Puerto Mellado, desconocido para los golfines, y que permitió viajar tranquilamente a los aldeanos durante mucho tiempo.

Fuente Carlos Mora

viernes, 6 de enero de 2017

CIUDAD REAL Y LA TUMBA DEL TROVADOR

Ilustración leyenda "Ciudad Real y la Tumba del Trovador"
Leía yo hace unos días unas páginas viajeras del maestro Álvaro Cunqueiro cuando, en medio de una floresta do merlines, holandeses errantes y ánimas en pena se me echa encima la memoria de una Ciudad Real medieval y áspera recién fundada, en la que muere acuchillado un trovador gallego.
Dice Cunqueiro que pasó por Ciudad Real -este desamparado campamento frió y ventoso, dice despiadadamente el maestro gallego- a tomar un vino a la memoria de Alfonso Eanes do Cotón, noble trovador coruñés, muerto a cuchilladas, en una taberna de la recién fundada Villa Real, a manos de su amigo y discípulo Pero da Ponte. ¡Cuánto horror! Una vez más, y ahora literalmente se cumple el viejo adagio: "Al maestro cuchillada". Bien es verdad que eran éstas eternas tierras de frontera, abonadas para la violencia, la impunidad y en último término, para todo lance de fortuna sin escrúpulos. Pero de ahí a que dos amigos y paisanos, y además gente de cultura, se acuchillen hay un abismo. El vino y la neurosis de conquista tienen estas cosas.
En una taberna, pues, en una taberna "de vino gordo y ajo regoldador” --apostilla broncamente Cunqueiro--, en una taberna de la recién fundada Villa Real, como un frenético bautismo de sangre del nuevo burgo, dos amigos poetas se dan un abrazo de muerte. Menos que la trágica anécdota no ha sido sigo premonitorio de una historia de violencias que no manchan la historia de la ciudad: Ciudad Real ha sido y es un pueblo de paz, sin más sobresaltos, que los sufridos por todo el país, que no son pocos.
Sin duda, es mixtificación, fruto de la desmesura imaginación, muy galaica, de Cunqueiro, colocar los restos del trovador asesinado bajo el suelo de la mismísima taberna que fue escenario de su sangrienta agonía. Sabe Dios, y quizá llegue a saberlo algún historiador curioso, qué camposanto serenó aquella sangre airada. Lo cierto es que en algún montón de tierra nuestra está incrustada la osamenta de un poeta que vino a buscarse la vida y encontró la más amargura de las muertes.
En el año 55 se preguntaba Cunqueiro y ahora me pregunto yo con él: "¿Sabe, acaso, Ciudad Real que sus setecientos años descansan sobre los huesos de un poeta"?
No dice Cunqueiro de dónde sacó la noticia, pero no es difícil rastrearla. La puso en marcha Carolina Michaelis con datos extraídos de los mismos poemas de su cancionero. Es nada menos que el rey Alfonso el Sabio quien acusa del crimen cometido con Cotón a su amigo Pero da Ponte, y, lo que es peor, de que lo hizo para apropiarse sus cantigas; dice el texto, que traduzco: "Es, por lo tanto, un gran traidor probado, contra quien mató a su gran amigo mientras bebían; y todo por robarle sus cantares".
En la cantiga de otro trovador, Martín Suárez, se presenta a Alfonso Eanes do Cotón como trotamundos bohemio, dado al vino, al juego, a las putas y a la bronca:
Mais pago-meu deste foder astroso
e destas tabernas e deste beber
Me pago de este astroso joder
y de estas tabernas y de este beber.

Lo hace decir a Cotón que es "mui gran putanheiráficado" y que se pasa la vida en garlitos y mancebía.
Esta sátira --dice Menéndez Pidal-- posiblemente se refiere a un segundo periodo de la vida de Alfonso Eanes do Cotón, en el que este se había envilecido, decayendo de un estado anterior más digno; lo cierto es que Cotón, aunque mal tajado de cuerpo, tuvo un tiempo en que se jactaba, no de lides en la tahurería, si no de lides militares”. (Poesía juglaresca…., p.149).
Es también el Rey Sabio quien en otra cántiga acusa a Pero da Ponte de “minguar” a Dios, aludiendo, a propósito de su descreimiento, a que en mala hora bebió tanto en Villa Real:
E poren. Don Pedr´, en Vila Real
en mao ponto vos tanto bevestes.

Como he dicho antes, es Dª. Carolina Michaelis quien pone en relación los dos poemas, curiosamente en el primero usa el Rey una expresión muy similar a la del segundo "Foi Cotón mal día nado”, identificando el vino que bebió don Pedro en Ciudad Real con el que motivó la pendencia en que murió su amigo y maestro, don Alfonso.
Menéndez Pidal, y con él Rodrígues Lapa, se muestra un tanto reticente, tomar al pie de la letra estas cantigas, prefiriendo interpretarlas como una broma del Rey. Se me hace duro pensar que se trata de un mero atraco literario, máxime cuando el Colón de la cántiga de Martín Soares es un tipo tan duro y desgarrado. Creo más bien que las reticencias de Menéndez Pidal se deben a una cautela hipercrítica. La trágica pendencia casa bien con su protagonista.
En fin, esta es la historia. Y me permito airearla por si hay alguien que se atreva a solicitar para la toponimia urbana una calle, un rincón en el parque, algo que guarde la memoria, de aquel trovador que dejó la vida en una taberna de la más temprana Ciudad Real. Lo dice muy bien Cunqueiro: "Una ciudad griega quizás hubiese conservado la tumba, para poder vivir, en la siesta de los siglos, del aroma de aquel vaso vacío".

Fuente Joaquín González Cuenca

domingo, 1 de enero de 2017

LAS ESPUELAS DE ORO DE QUEVEDO, Leyenda

Ilustración para leyenda 'Las Espuelas de Oro de Quevedo'
Esta leyenda se sitúa entre la ficción y la realidad. Tuvo lugar en la Plaza Mayor de Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), en pleno campo de Montiel y está relacionada con el genial escritor Francisco de Quevedo, que vivió los últimos días de su vida en esta localidad.
Según se dice, Quevedo encargó unas espuelas de oro para celebrar su nombramiento como Caballero de la Orden de Santiago. Confeccionadas en Italia, sólo las usó con motivo de su nombramiento como Caballero de la Orden con el fin de disimular su cojera. El escritor fallece el 8 de septiembre de 1645 en el convento de los padres Dominicos de Villanueva de los Infantes, lugar al que se había retirado, ya muy enfermo, después de haber pasado cuatro años retenido en el Convento de San Marcos en León, por denunciar la política del Conde Duque de Olivares. Sus restos mortales fueron sepultados en una capilla noble de la Parroquia de San Andrés Apóstol, dentro de la cripta de la familia Bustos.
Algún tiempo después, durante la celebración de un festejo taurino en la Plaza Mayor infanteña, el público allí congregado contempló asombrado a un joven caballero, de nombre don Diego y perteneciente a la nobleza local, dispuesto a la lidia de un toro a caballo luciendo unas extraordinarias espuelas de un dorado intenso. Nada más salir al ruedo, el toro embistió con extraordinaria fuerza al jinete y su caballo abatiendo violentamente a ambos. En el suelo, el toro remató al joven con una certera cornada. Don Diego sólo tuvo fuerzas para balbucear antes de morir: “las espuelas”.
Posteriormente se supo que unos días después de la muerte de Quevedo, el joven don Diego, que toreaba unos días más tarde, quería impresionar a todos sus vecinos de Villanueva de los Infantes. Para ello, se puso en contacto con el sacristán de la iglesia de San Andrés y le ofreció dinero a cambio de que le ayudara a profanar la tumba y le quitara al cadáver de Quevedo las espuelas de oro para dárselas a él. El sacristán de la parroquia accedió a los deseos del joven y entrambos mancillaron la tumba quitándole las espuelas al cadáver y echando sus restos a una fosa común. Ambos, caballero y sacristán, consiguieron el objetivo. El joven, las espuelas, el sacristán, el dinero pactado.
Pero el destino castigará el pecado y la vanidad de don Diego. Nadie dudó de que el trágico final del muchacho fuera provocado de alguna manera por el espíritu agraviado de Francisco de Quevedo. Tras la muerte del joven, no se volvió a saber más sobre el destino de las extraordinarias espuelas. No sucedió lo mismo con los restos de Quevedo, los cuales, tras muchas investigaciones, fueron encontrados en mayo de 2007 y depositados en la capilla de la Virgen de la Soledad de la iglesia de San Andrés Apóstol, en la misma cripta donde originariamente fue enterrado el escritor en 1645.

Fuente Carlos Chaparro

El Molino del diablo

Más de un siglo hace que las aguas del río Guadalmez ya no mueven las piedras del viejo molino, y ese mismo silencio ha desterrado de l...