Ilustración para Leyenda del Tesoro de la Mina |
Mucha gente conoce las ruinas de las antiguas minas de
Santa Catalina, a un paso de Guadalmez, y más de un curioso se ha llevado un
susto cuando ha osado acercarse a ellas, pero pocos son los que recuerdan la
vieja historia del último minero que trabajó en ellas, y que un día cualquiera,
se desvaneció para siempre de la memoria de los hombres.
Aún hay algún abuelo que escuchó esta historia de boca
de sus padres, al calor y el chisporroteo de una buena lumbre, en las frías
noches de invierno.
Según nos contaron,
hubo un tiempo en que esas viejas minas de Santa Catalina bullían de gente y
trasiego, como si de un gran pueblo se tratara, pero cuando el mineral comenzó
a escasear o se hizo poco rentable para los inversores, los mineros comenzaron
a abandonar aquel paraje, quedando únicamente uno, que si hacemos caso de los
rumores, no tenía otro sitio a donde ir, y allí permaneció solitario y apartado
del mundo.
Todas las mañanas tomaba su pico y su pala, y
alumbrado con la lámpara, se sumergía en la galería de la mina, para seguir
extrayendo el mineral que ya nadie demandaba. Pero cierto día, al atardecer,
buscando madera para hacer fuego, se llegó hasta la fuente de San Juan, al otro
lado del cerro y allí se recostó sobre la hierba para quedarse dormido.
Al despertar, ya envuelto en la oscuridad de la noche,
una luminosidad cegadora le obligó de nuevo a cerrar los ojos, y al volverlos a
abrir contempló como la luna se reflejaba en el agua de la fuente, con tal
fuerza, que atribuyó a ello ese resplandor. Pensó que al final iban a tener razón aquellos que
creían en hechos sobrenaturales, y aquella noche del 24 de junio, noche de San
Juan, iba a resultar mágica.
Con las manos en cuenco, tomó agua de la fuente y
bebió hasta saciar su sed, orientándose por la sombra de los montes y las
sierras, se encaminó a su casilla y a su mina, sin darle mayor importancia a
aquel hecho. Pero una cosa era cierta, conforme avanzaba por el camino, le
parecía oír el susurro de los árboles y las risotadas de las bestias. Es más, incluso
etéreas figuras parecían ocultarse en los matorrales ante su presencia. Debía
aún estar medio dormido, se dijo, y lo mejor sería llegar cuanto antes a la
cama, y mañana sería otro día.
Al levantarse aquella misma mañana, parece que las
sensaciones de la noche anterior, no habían terminado, porque incluso sentía
entender el canto de los pájaros y vislumbrar el alma de las cosas. Ya, dentro
de la galería de la mina, y cuando golpeaba con su pico la dura roca, eran los
gemidos de la piedra lo que escuchaba. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaría
volviendo loco? No, no estaba loco, todo esto tenía que ver con el agua que
bebió de aquella fuente en aquella noche mágica, aunque eso fuera difícil de
digerir para un incrédulo como él.
Unos extraños ruidos llamaron su atención, y al
girarse se sorprendió al ver a un pequeño personaje, que apenas levantaba dos
cuartas del suelo. De un color grisáceo, con un pronunciado hocico, dos grandes
ojos sin pestañas ocupando la mayor parte de su cabeza, y sus extremidades eran huesudas
y alargadas. Era un morgo, una especie de duende, y realmente existían, lo
tenía allí, delante de sus propias narices, y al igual que él, el morgo le
miraba también sin dar crédito a sus ojos. No era posible que un humano le
pudiera ver, pero éste le estaba observando, era consciente de su presencia.
Cuando el morgo se disponía a escabullirse por uno de los pequeños túneles excavado
en la roca, como una especie de madriguera, sintió como le envolvía una tela
basta y maloliente, y la oscuridad lo ocupaba todo. El hombre lo había cazado y
lo tenía encerrado en un saco, donde daba tumbos como un fardo, a cada paso que
daba el minero.
Muchas eran las historias que había escuchado el
minero sobre los morgos, esos pequeños seres empecinados en horadar la tierra
en busca de tesoros, para luego volver a ocultarlos de nuevo, aunque también se
decía que solían dejar unas cuantas monedas de oro en un tazón de la alacena en
las casas de algunas familias desdichadas. Él nunca había hecho caso a este
tipo de cuentos y los achacaba al anhelo de mantener la esperanza en un mundo
con tantas necesidades e injusticias. Pero ahora, tenía en sus manos un morgo
de verdad y puede que todo lo que se contaba fuera cierto.
Cuando llegó a su
casa, buscó una vieja jaula que tenía para los jilgueros, y en ella lo encerró.
El pequeño morgo con los ojos muy abiertos y las orejas gachas, le miraba
fijamente, le suplicaba por su libertad. Estaba dispuesto a cualquier cosa para
que este rudo minero le devolviera su bien más preciado, porque dicen que estos
seres se marchitan en cautiverio. Le propuso al humano indicarle, a cambio de
su libertad, donde había oculto un gran tesoro, que hacía miles de lunas, habían
enterrado unos moros... El minero estuvo de acuerdo, y tras llegar con su pico al
paraje que el morgo le había indicado, comenzó a cavar en la tierra, hasta que
un golpe metálico señalo el éxito de su empresa. En un viejo cofre de hierro y
madera había una fortuna en monedas de oro de extraños caracteres. ¡Era rico y
tenía un tesoro! Ni en sus mejores sueños había sopesado nunca esta
posibilidad, y ahora era una realidad, gracias a ese pequeño morgo.
Le tocaba a él
cumplir su parte del trato, aunque la codicia le hizo especular que si era
cierta la afición de los morgos por buscar tesoros, seguro que podría indicarle
el lugar donde se ocultaba alguno más ¡No era momento de dejar escapar una
oportunidad así de maravillosa¡.
El morgo le rogo y suplicó, tratando de que cumpliese
su palabra. Ya tenía un tesoro que le iba a solucionar la vida, pero el minero
no estaba ya para consejos, y temeroso de que alguien pudiera descubrir su
secreto se encaminó a la mina para dejar a buen recaudo su fortuna, abandonando
al morgo entre lamentos recitando una extraña cantinela, que repetía como si de
una letanía se tratara.
Dentro de la galería de la mina, oculto a la luz del
sol y de los ojos de la gente, el minero se dispuso a cavar un hoyo en el que
iba a volver a enterrar el cofre, pero una sensación de humedad le extrañó, y
al mirar con la lámpara hacia la boca más oscura de aquel túnel, una gran
tromba de agua se abalanzó sobre él y le golpeó contra las rocas. Allí murió
ahogado el avaricioso minero, junto a su tesoro, mientras un grupo de morgos,
que habían desviado el agua de la fuente de San Juan hacia el interior de la
mina, practicando unos túneles en las entrañas de la tierra, acudían a la
lastimosa llamada de su compañero.
Aún hoy, esa mina sigue abnegada de agua, y muchos de
los curiosos que han osado introducirse en ella, cuentan haberse sorprendido
por haber escuchado un ruido de monedas, como si alguien las estuviera
contando, y no es de cuerdos permanecer en lugares donde se oyen tan extraños
sonidos.
Fuente Carlos Mora.
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