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Ilustración para leyenda "Santiago en La Nava" |
Asentadas las huestes cristianas a orillas del río
Zújar para poner cerco a la población de Capilla, en el noveno año del reinado
de Fernando III, al que llamaron el Santo, los grandes señores de Castilla
reunidos con su Rey, discutían sobre la necesidad de tomar antes el castillo
sarraceno de Aznaharón, el cerrojo del camino entre Toledo y Córdoba, y que
bien pudiera servir de punta de lanza para posibles ataques musulmanes a su
retaguardia. Unos eran proclives a esta idea, mientras para otros, movilizar a todo
el ejército en la conquista de ese castillo, les haría perder un tiempo
precioso, del que no disponían. En estas disputas se encontraban, cuando un
grupo de caballeros templarios se ofreció a tomar la fortaleza, por sí mismos,
sin que fuera necesario levantar el sitio a Capilla y desplazar al ejército.
Para todos aquellos nobles, la idea, aparte de descabellada, no parecía augurar
una empresa triunfal, pero ya que se empeñaban aquellos frailes con espuelas,
allá ellos y su estúpida heroicidad.
Dio permiso el monarca a aquellos caballeros del
Temple, para que emboscados, pudieran trepar por las murallas de la fortaleza
de Aznaharón y rindieran sus torres a la Corona de Castilla, y a la mañana
siguiente, el grupo de caballeros partió del campamento cristiano, siguiendo la
cuerda de las sierras. El plan era acercarse al castillo por su flanco oeste,
el que contaba con menor defensa, y en el que más protegidos se encontraban a
la vista de los vigías.
Tanta era la vegetación de árboles y arbustos con la
que aquellas sierras se revestían, que llegó un momento en el que nuestros
valerosos caballeros, se encontraron perdidos y sin saber el rumbo que debían
seguir. Cansados, desorientados y sedientos decidieron acampar en un paraje de
altos alcornocales, pues ya comenzaba a caer la noche, y en aquel mismo lugar
se les presentó una extraña figura, la de un peregrino vestido con una raída
túnica que se apoyaba en un bastón del que colgaba una calabaza. Preguntándoles
por sus cuitas, éstos le contaron que se hallaban perdidos y que necesitaban
llegar a los muros de Aznaharón lo antes posible, así como si aquel buen hombre
conocía la existencia de alguna fuente por aquellos parajes, para poder aplacar
su sed.
El hombre sacó de un hatillo unas pequeñas piedras
blancas y las repartió entre los caballeros, animándoles a que las lanzaran. En
el mismo lugar donde fueron cayendo las piedras, comenzaron a brotar
manantiales de agua cristalina. Ante la mirada extrañada de los caballeros,
aquel peregrino aseguró que no solo ellos tendrían necesidad de beber, sino que
también la tendría el ejército que les acompañaba, pues el cerco a Capilla
seria largo y trabajoso, y aquí podrían proveerse de toda el agua que
necesitaran.
Como ya era noche cerrada, y ni siquiera una estrella
asomaba en el firmamento, el peregrino tomó su báculo y tocó con él sobre uno
de los arbustos. En ese mismo punto comenzó a brillar la luz de una luciérnaga.
A ésta le siguió otra, y otra más, hasta que miles de luciérnagas fueron
marcando un camino hacia el este, que según aquel extraño personaje, si lo
seguían, les conduciría hasta las mismas puertas de Aznaharón.
Obedeciendo las instrucciones dadas por el peregrino,
los caballeros templarios siguieron aquellas tenues lucecitas, y muy pronto se
encontraron junto a los muros de la fortaleza. El vigía que debía guardar aquel
lienzo de muralla se encontraba dormido y no se percató de su presencia, por lo
cual, no les fue difícil a aquellos caballeros trepar por las piedras de la
fortaleza, y envueltos en la oscuridad y el silencio de la noche, ir degollando
a todos y cada uno de sus defensores. Antes de que los primeros rayos de sol
anunciaran el nuevo día, el pendón real de Castilla ondeaba sobre la torre
principal de aquel castillo. La misión había sido cumplida con éxito, pero en
extrañas circunstancias, por lo que dedujeron que allí había intervenido la
voluntad divina, y que aquel curioso peregrino no era otro que el mismo apóstol
Santiago, que se había hecho presente para prestarles su ayuda.
Una vez tomada Capilla, aquel grupo de templarios
regresó a ese mismo paraje, donde aún seguía manando el agua de aquellas
fuentes, y levantó una ermita en honor a Santiago, en agradecimiento por la
merced concedida.
Cuentan que muchos años después, cuando aquellas
mismas sierras estaban plagadas de golfines y delincuentes, que atemorizaban a
los viajeros que de la aldea de Guadalmez se encaminaban a Chillón por el
puerto de Las Cuevas, ese mismo peregrino se volvió a presentar a un grupo de
aquellos viajeros, que se habían refugiado en la ermita de Santiago de la Nava,
y tocando con su larga vara la blanca flor de una jara, ésta se tiñó de rojo,
al igual que lo fueron haciendo muchas otras, hasta ir completando un camino en
línea recta de flores de jara coloradas. Aquel camino no era otro que el de
Puerto Mellado, desconocido para los golfines, y que permitió viajar
tranquilamente a los aldeanos durante mucho tiempo.
Fuente Carlos Mora
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