miércoles, 11 de enero de 2017

SANTIAGO EN LA NAVA, Leyenda de guadalmez

Ilustración para leyenda "Santiago en La Nava"
Asentadas las huestes cristianas a orillas del río Zújar para poner cerco a la población de Capilla, en el noveno año del reinado de Fernando III, al que llamaron el Santo, los grandes señores de Castilla reunidos con su Rey, discutían sobre la necesidad de tomar antes el castillo sarraceno de Aznaharón, el cerrojo del camino entre Toledo y Córdoba, y que bien pudiera servir de punta de lanza para posibles ataques musulmanes a su retaguardia. Unos eran proclives a esta idea, mientras para otros, movilizar a todo el ejército en la conquista de ese castillo, les haría perder un tiempo precioso, del que no disponían. En estas disputas se encontraban, cuando un grupo de caballeros templarios se ofreció a tomar la fortaleza, por sí mismos, sin que fuera necesario levantar el sitio a Capilla y desplazar al ejército. Para todos aquellos nobles, la idea, aparte de descabellada, no parecía augurar una empresa triunfal, pero ya que se empeñaban aquellos frailes con espuelas, allá ellos y su estúpida heroicidad.
Dio permiso el monarca a aquellos caballeros del Temple, para que emboscados, pudieran trepar por las murallas de la fortaleza de Aznaharón y rindieran sus torres a la Corona de Castilla, y a la mañana siguiente, el grupo de caballeros partió del campamento cristiano, siguiendo la cuerda de las sierras. El plan era acercarse al castillo por su flanco oeste, el que contaba con menor defensa, y en el que más protegidos se encontraban a la vista de los vigías.
Tanta era la vegetación de árboles y arbustos con la que aquellas sierras se revestían, que llegó un momento en el que nuestros valerosos caballeros, se encontraron perdidos y sin saber el rumbo que debían seguir. Cansados, desorientados y sedientos decidieron acampar en un paraje de altos alcornocales, pues ya comenzaba a caer la noche, y en aquel mismo lugar se les presentó una extraña figura, la de un peregrino vestido con una raída túnica que se apoyaba en un bastón del que colgaba una calabaza. Preguntándoles por sus cuitas, éstos le contaron que se hallaban perdidos y que necesitaban llegar a los muros de Aznaharón lo antes posible, así como si aquel buen hombre conocía la existencia de alguna fuente por aquellos parajes, para poder aplacar su sed.
El hombre sacó de un hatillo unas pequeñas piedras blancas y las repartió entre los caballeros, animándoles a que las lanzaran. En el mismo lugar donde fueron cayendo las piedras, comenzaron a brotar manantiales de agua cristalina. Ante la mirada extrañada de los caballeros, aquel peregrino aseguró que no solo ellos tendrían necesidad de beber, sino que también la tendría el ejército que les acompañaba, pues el cerco a Capilla seria largo y trabajoso, y aquí podrían proveerse de toda el agua que necesitaran.
Como ya era noche cerrada, y ni siquiera una estrella asomaba en el firmamento, el peregrino tomó su báculo y tocó con él sobre uno de los arbustos. En ese mismo punto comenzó a brillar la luz de una luciérnaga. A ésta le siguió otra, y otra más, hasta que miles de luciérnagas fueron marcando un camino hacia el este, que según aquel extraño personaje, si lo seguían, les conduciría hasta las mismas puertas de Aznaharón.
Obedeciendo las instrucciones dadas por el peregrino, los caballeros templarios siguieron aquellas tenues lucecitas, y muy pronto se encontraron junto a los muros de la fortaleza. El vigía que debía guardar aquel lienzo de muralla se encontraba dormido y no se percató de su presencia, por lo cual, no les fue difícil a aquellos caballeros trepar por las piedras de la fortaleza, y envueltos en la oscuridad y el silencio de la noche, ir degollando a todos y cada uno de sus defensores. Antes de que los primeros rayos de sol anunciaran el nuevo día, el pendón real de Castilla ondeaba sobre la torre principal de aquel castillo. La misión había sido cumplida con éxito, pero en extrañas circunstancias, por lo que dedujeron que allí había intervenido la voluntad divina, y que aquel curioso peregrino no era otro que el mismo apóstol Santiago, que se había hecho presente para prestarles su ayuda.
Una vez tomada Capilla, aquel grupo de templarios regresó a ese mismo paraje, donde aún seguía manando el agua de aquellas fuentes, y levantó una ermita en honor a Santiago, en agradecimiento por la merced concedida.
Cuentan que muchos años después, cuando aquellas mismas sierras estaban plagadas de golfines y delincuentes, que atemorizaban a los viajeros que de la aldea de Guadalmez se encaminaban a Chillón por el puerto de Las Cuevas, ese mismo peregrino se volvió a presentar a un grupo de aquellos viajeros, que se habían refugiado en la ermita de Santiago de la Nava, y tocando con su larga vara la blanca flor de una jara, ésta se tiñó de rojo, al igual que lo fueron haciendo muchas otras, hasta ir completando un camino en línea recta de flores de jara coloradas. Aquel camino no era otro que el de Puerto Mellado, desconocido para los golfines, y que permitió viajar tranquilamente a los aldeanos durante mucho tiempo.

Fuente Carlos Mora

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