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SAN ANTÓN, PATRÓN DE LOS ANIMALES, Y SU GUARRILLO...

Hoguera de san Antón
En numerosos pueblos manchegos y de toda España, la llegada de la tradicional fiesta de san Antonio Abad da inicio a otra costumbre no menos valorada: el famoso gorrino de san Antón. Es además una de las contadas ocasiones en que la tradición de origen religioso, siempre ligada a un día concreto del santoral, se extiende de forma ininterrumpida durante los doce meses del año. Las peculiares andanzas del gorrino de san Antón nacen con el propio san Antonio Abad, del que se decía que era amigo de todos los animales y especialmente de los cerdos pequeños o “cochinillos”.
Este singular eremita vino al mundo a mediados del siglo III d.C. en el Alto Egipto, y con apenas 20 años de edad vendió todas sus posesiones y se retiró a una vida ascética y contemplativa en el desierto. Los hagiógrafos afirman que a la muerte de su amigo Jerónimo de Estridón, Antonio le dio cristiana sepultura ayudándose de leones y otros seres de dos y cuatro patas. De ahí viene sin duda su acertada elección como patrón de los sepultureros y de los animales.
Pero la leyenda que más nos interesa es la que tiene que ver con el cerdo salvaje que decidió acompañarle toda su vida, una vez que el santo le otorgó el milagro de que recuperaran la vista el y sus jabatos. Los cristianos de siglos posteriores acostumbraban a representar a san Antonio con un cerdo domado a sus pies, dando a entender así que el santo había logrado dominar la impureza con su vida milagrosa. Se cree que la tradición del cerdo de san Antón se remonta al menos a la Edad Media, pues era costumbre de hospitales y hospederías soltar sus animales para que pastasen libremente por los alrededores. Para evitar que cualquier desalmado los robase era rito obligado ponerlos bajo la tutela y el patrocinio del santo: nadie en su sano juicio se atrevería a llevárselos provocando la ira de su benefactor.
En los meses de febrero o marzo de cada año, era común hasta hace muy poco donar un cochinillo como agradecimiento a algún favor recibido de san Antonio. Por lo general se le colocaba en el cuello una cinta de color con una campanilla, y tras ello se soltaba para que deambulase libremente por las calles en busca de alimento y compañía. Desde luego el cochino no tenía que complicarse mucho la vida para encontrar el sustento, puesto que al sonido alegre de la campanilla los vecinos sacaban rápidamente a la calle cualquier golosina, restos de comida, harina de cebada o salvado. Otras veces se trataba simplemente de granos de cebada, guisantes o guijas, pero en cualquier caso alimentos perfectamente apetecidos por el animal, que como todo el mundo sabe es capaz de ingerir cualquier cosa.
Corren cientos de anécdotas acerca de la voracidad y el exceso de confianza que el cerdo adquiría con el tiempo, a lo largo de las semanas y meses de vida virginal. Entre ellas nos ha llamado la atención la de aquel cochino que aprovechó una puerta abierta para colarse dentro de la vivienda, dirigiéndose de inmediato hasta el lugar donde el niño de pocos meses dormía en su cuna. Aunque la madre pudo echar a tiempo al animal éste ya había hecho desafortunadamente de las suyas: con los años, aquel niño confiado recibió el significativo nombre de “desorejao”.
Era asimismo frecuente aprovechar los hoyos y baches de las calles, o bien las cunetas de los caminos cercanos, para vaciar unos cuantos cubos de agua y preparar así al gorrino un magnífico baño donde revolcarse. De forma natural, estos animales se dan con frecuencia baños de barro para librarse de los parásitos, por lo que el animal agradecía sinceramente el detalle, aún más si se realizaba durante las largas y calurosas jornadas veraniegas. Día tras día acudía al lugar donde la comida disponible era más de su agrado, una especie de “menú a la carta” que ya hubieran querido muchos de sus vecinos humanos. Con la comida le facilitaban el agua, y cuando en aquella casa ya no había nada que rascar, cambiaba sin dudarlo de restaurante en una búsqueda constante de mimos no siempre merecidos.
Como es lógico, nadie se atrevía a molestar al gorrino puesto bajo la advocación del santo, aunque hay que decir que tampoco eran todo perlas para el animal, ya que las cuadrillas de chicos no entendían de rezos y solían perseguirlo por calles y plazas en pos de una diversión asegurada. También debía tener cuidado con la circulación de carros y caballerías, aunque los conductores se cuidaban muy bien de cometer la imprudencia de atropellarlo y asegurarse una desgracia celestial. Hasta para pasar la noche el gorrino tenía suerte, puesto que cuando no se buscaba un sitio cobijado en algún almacén, o en una caseta de peones carreteros abandonada, siempre había quien le ofreciese un rincón en las cuadras o en el corral de su casa, preparándole para ello un buen lecho con paja reservada a sus bestias.
Así transcurrían apaciblemente los días, semanas y meses de aquel año de gloria. Pasaba el verano y avanzaba el otoño lluvioso, y aquel cochinillo se había convertido para entonces en un lustroso guarro de notables proporciones. Al término de las Pascuas los cofrades de san Antón o los vecinos del barrio aledaño a la ermita, se dedicaban a vender boletos de rifa por todo el pueblo con la malsana intención (para el cerdo) de rifar al animal y costear así los gastos de los festejos, así como alguna que otra reparación inexcusable. A este loable cometido se unía el de los jóvenes pidiendo leña de casa en casa para la famosa hoguera, a encender, durante la noche de la víspera de san Antón, en las inmediaciones de la ermita. Era frecuente que los chavales llamaran a las puertas al grito de: “¡Leña para la hoguera de san Antón!”. Si el vecino respondía con una aportación los niños lo bendecían con un “¡Que san Antón se lo pague!”; en caso contrario la maldición de la chiquillería era solemne: “¡Si qui’a se le muera el gorrino!” (es decir, “si quiera se le muera el gorrino”, en el sentido de “ojala se le muera”).
Además de la hoguera oficial, casi todas las casas del pueblo solían encender su propia hoguera (eso sí, de menores dimensiones) frente a la puerta de la calle, con el fin de que el santo protegiera de todo mal a caballerías, cochinos, gallinas, conejos, palomos, perros u otros animales de la familia. De hecho, el fuego ha sido considerado secularmente un símbolo de purificación y remedio infalible para ahuyentar las calamidades. Se sabe incluso que, durante la Edad Media, fue utilizado para limpiar una maldición también asociada al santo y ciertamente temible por su carácter incurable: el fuego de san Antón o ergotismo. Se trataba de una enfermedad causada por la ingesta de centeno contaminado por cornezuelo, un hongo parásito del cereal, y que provocaba a la víctima síntomas típicos de intenso frío y posterior quemazón en el cuerpo. En estados avanzados, el mal desembocaba en graves mutilaciones, parálisis e incluso la muerte. Los que sobrevivían a ésta y otras enfermedades similares como la lepra, por lo común marcados de por vida con graves deformaciones, eran llamados “gafos” por las gentes ignorantes de la época, un insulto tan terrible que no podía aplicarse a ninguna persona “honorable” sin riesgo de abonar multas que podían llegar hasta los diez maravedíes.
Y por fin llegaba la jornada del 17 de enero, el día oficial de la fiesta. La mañana, como es lógico, se dedicaba a oficiar la misa y la procesión de san Antón recorriendo varias calles del pueblo. Cuando la localidad era pequeña y la procesión tenía visos de acabar demasiado pronto, los cofrades solucionaban la papeleta dando varias vueltas al casco urbano… No hay dificultad que no pueda ser salvada por la devoción de las gentes.
Al caer la tarde los jóvenes se dedicaban a “santonear”, es decir, a deambular por las calles con caballerías (mulos, caballos, burros), normalmente al trote rápido o al galope y con el consiguiente riesgo de caídas, vuelco de carros o atropellos generalizados. La mayoría, sin embargo, se lo tomaban con mayor parsimonia y así llevaban en brazos a sus mascotas preferidas hasta el lugar donde aguardaba la imagen del santo a fin de lograr su bendición por aquel año. En definitiva todo un día de festejos en mitad del oscuro invierno, lleno de intensidad y haciendo valer ese dicho popular tan arraigado que afirma que: “Hasta San Antón, Pascuas son”.
Fuente: SaberSabor.es

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