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Morgos o duendes mineros |
Dominando la población de Guadalmez, se yergue una
montaña a la que los lugareños dan el nombre de “Peña del Cuervo”, y desde su
“ventanilla”, como si de un gran ojo se tratara, vigila al pueblo que se
asienta en su ladera.
Hace ya tantos años, tantos soles y tantas lunas han
pasado, que no hay memoria que la recuerde, pero en ese mismo lugar transcurrió
una historia, que por su desenlace, bien se merece contar.
De todos es conocida la afición de los morgos, esos
duendes tacaños y escurridizos, por buscar y acaparar viejos tesoros, y
sabedores del gusto que los cuervos sienten por las cosas brillantes, no se les
ocurrió otra idea que robar de un nido de cuervos un pequeño polluelo, al que
con un brebaje mágico y cantidades ingentes de comida, hicieron crecer y
crecer, hasta convertirlo en un gigantesco monstruo. Amaestraron al cuervo para
que sobrevolara el valle, y las tierras vecinas, en busca de objetos
brillantes, y los trajese en su pico hasta la guarida de la “ventanilla”, una
falsa cueva, con un gran ventanal, donde los morgos se encargaban de esconder
los objetos de valor y desechar las baratijas.
Todos y cada uno de los días, el cuervo arrancaba el
vuelo desde ese ventanal, y sobrevolaba el valle, en busca de aquellos objetos
que los rayos de sol hicieran brillar, y todos y cada uno de los días, su pico
traía doradas monedas, brillantes piedras, bruñidos metales y traslúcidos
cristales. Pero el cuervo, además de rastrear los campos en busca de esos
objetos perdidos o escondidos, comenzó a atacar a los habitantes de la aldea y
de las villas cercanas, para robarles las joyas y adornos que portaban,
sembrando el pánico entre los vecinos, que optaron por no salir a la calle,
mientras brillara el sol, con alhaja alguna que sus rayos pudieran delatar.
Sólo la visión de este gigantesco cuervo, sobrevolando
su cielo, ya causaba pavor entre los aldeanos, y a partir de los ataques hacia
las personas, este miedo se hizo tan insoportable, que los vecinos decidieron
actuar y encomendaron a los alguaciles la tarea de acabar con las correrías del
monstruo. Pero ni las ballestas, las lanzas o las pistolas de pólvora,
consiguieron derribar jamás al animal, y eso que, incluso, se ofreció una
recompensa a los mejores cazadores de la zona, si conseguían abatir a la
bestia. No había nada que hacer, el cuervo seguía saliendo cada mediodía,
cuando más brillaba el sol, en busca de su cosecha, y los morgos acumulaban y
acumulaban riquezas, en esa Peña del Cuervo. Si aún eran pocas desgracias,
cierto día junto al río, el cuervo se encaprichó de unos preciosos destellos
azulados, y se lanzó a por ellos, arrancándole a una bella joven sus ojos, unos
ojos tan claros como la misma agua marina. Con unas cuencas vacías, y aún
sangrantes, la joven se llegó hasta la misma plaza del pueblo, donde fue
socorrida por los vecinos que en ella estaban, aunque nada pudieron hacer sus
cuidados y entre sus brazos exhaló el último aliento. Esto era la gota que
colmaba el vaso, había que destruir a la bestia fuera como fuese.
Se contó tiempo después, que estando un pastor con sus
ovejas, a la orilla del río, y al acercarse a su orilla para echar un trago de
agua, unos maravillosos ojos azules parecieron surgir desde el fondo del río, y
una voz, como de ultratumba, indicó al aterrado pastor la manera de deshacerse
de aquel monstruoso cuervo.
Como era la época de la siega, los agricultores
aportaron todo el grano de trigo y cebada que se había cosechado ese año, y los
ganaderos sacrificaron rebaños enteros de cabras y ovejas. Era necesario un
esfuerzo común para acabar con el problema que estaba destruyendo su pacífica
convivencia, y nadie puso objeción alguna a ese despilfarro.
En carros y carretas se trasladó toda esa carne y
grano a la Peña del Cuervo, aprovechando que la bestia había salido como cada
mediodía, y se depositó junto a su nido, a modo de ofrenda. Cuando el cuervo
llegó a su guarida, no pudo reprimir la glotonería a la que le habían educado
los morgos, y comenzó a devorar toda aquella comida, a tal velocidad, y en tan
grandes cantidades, que de nuevo su tamaño empezó a crecer y crecer, hasta el
punto de no poder salir ya por el ventanal y quedar atrapado en aquella cueva.
Fue el momento que aprovecharon los aldeanos, para, desde fuera de la
“ventanilla” asaetar al cuervo, hasta que dejó de graznar. Al fin la bestia
había muerto y las joyas, que aún no había dado tiempo a los morgos esconder,
sirvieron para alimentar al pueblo ese año, en el que había sacrificado todo lo
que tenía para acabar, una vez por todas, con el mal que les atormentaba. Nunca
más volverían a tener miedo si afrontaban los problemas entre todos, porque
bien grabado les había quedado en sus cabezas el viejo dicho que reza que la
unión hace la fuerza.
Fuente Carlos Mora
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