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LEYENDA, El SECRETO DE PIEDRA SANTA

Ilustración 'caballeros calatravos frente al Castillo de Calatrava La Nueva
Existe en el ideario colectivo la certeza de que la otrora poderosa y admirada Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, el Temple, atesoraba, además de sus inmensas riquezas, un valioso secreto, que la condujo a su desaparición, dando así una explicación más novelesca que la despreciable avaricia de los reyes cristianos, que tanto ansiaban sus astronómicos ingresos para fortalecer su posición regia frente a la poderosa nobleza de la época.
Unos hablaban de un misterioso “Bafomet”, cabeza barbada y parlante a la que adoraban, otros se referían a la custodia del Santo Grial, y hay quienes afirmaban que llegaron a encontrar documentos en las ruinas del antiguo Templo de Jerusalén, su cuartel general, que podrían hacer temblar los cimientos de la Cristiandad. La verdad es que esta orden, creada en 1118 por Hugo de Payens a instancias de San Bernardo de Claraval, nació con la finalidad de proteger a los peregrinos que visitaran los Santos Lugares, tras la constitución del reino cristiano de Jerusalén, en la época de las Cruzadas, pero sus ramificaciones por toda Europa y, sobre todo, su gran poder económico, hicieron de ella una de las instituciones más admiradas y temidas de la baja Edad Media. En los reinos hispanos fueron múltiples las ocasiones en que los caballeros templarios participaron, junto a los monarcas cristianos, en su cruzada particular contra el Islam, gracias a lo cual recibieron numerosas dádivas, privilegios y territorios. Por ello, tras la conquista de la antigua capital califal, Córdoba, por Fernando III el Santo, en 1236, y por la ayuda inestimable prestada en la misma, el monarca les concedió la Encomienda de Capilla, con las dehesas de Piedra Santa y Las Yuntas y el castillo de Madroñiz.
Pero su poder se fue haciendo tan patente y sus riquezas tan atractivas, que un siglo después, y gracias a las maniobras insidiosas del rey francés Felipe IV y de su canciller, Guillermo de Nogaret, en 1307 los templarios franceses serán arrestados, inducidos a confesar bajo tortura y quemados gran número de ellos en la hoguera, incluido el Gran Maestre de la Orden, Jaques de Molay, siguiéndose esta iniciativa en otros reinos cristianos, ante la aquiescencia del que debiera haber sido su valedor, el papa Clemente V, que en 1312 decretó la disolución de la Orden.
Se cuenta que una orden tan poderosa y con unos servicios de información tan eficientes, conocía el triste destino que el futuro les reservaba, y que no les eran ajenas las maquinaciones del galo, por lo que antes de producirse su arresto, habrían llevado parte de sus riquezas y el referido “secreto”, al puerto francés de La Rochelle, para ser embarcado con rumbo desconocido.
A partir de estos datos históricos, contrastables en fuentes fiables, comienzan a florecer numerosas leyendas sobre el destino de ese barco y de la misma Orden y su inoculación en las sociedades secretas y masónicas de siglos posteriores.
Una de ellas, la que nos atañe, refiere que la carga de ese barco que partió de La Rochelle, tendría como destino el puerto de Lisboa, y desde allí, por tierra, el castillo de Calatrava La Nueva, sede de la orden calatraveña, para muchos, un retoño del Temple y que junto con el resto de órdenes españolas, aún contaba con el beneplácito de los reyes de Castilla.
En el trayecto desde Lisboa a Calatrava La Nueva, una de las paradas obligatorias para pernoctar habría de ser el castillo templario de Capilla, y al atravesar la Dehesa de Piedra Santa, paraje sagrado ya desde los tiempos más remotos, la comitiva hizo un alto en el camino y decidió dejar allí, a buen resguardo, algo de la mercancía que transportaban.
Se dice que casi dos siglos más tarde, un marinero catalán o genovés, estuvo en aquellos mismos lugares buscando entre las rocas y cuevas del entorno algo que le ayudaría, según él, a cambiar el mundo.
Esta leyenda hunde sus raíces en el argumento que asegura que los templarios encontraron algo en las ruinas del viejo templo de Salomón, y que guardaron con el mayor de los celos, como un auténtico secreto, y ese “algo” no era otra cosa que un viejo mapa en el que se describía el itinerario hacia unas tierras incógnitas más allá del océano Atlántico. Se dice que los antiguos marinos habrían llegado a las costas de un
gran continente navegando hacia el ocaso, y que el sabio Salomón, habría recopilado toda esa información en un mapa, el mismo que hallaron los templarios y que les ayudaría a llevar a cabo uno de sus sueños, la unificación de toda la Europa cristiana, bajo un único cetro, el del sucesor de Pedro. Volver a unificar todo el Imperio Romano, sobre las antiguas fronteras anteriores a la invasión de los bárbaros y bajo la dirección del máximo representante de Dios sobre la tierra, el Papa, y para ello era necesario abandonar las guerras internas que sangraban al continente y embarcarlo en una gran empresa en común, como sería la colonización de esas nuevas tierras del Occidente, objetivo tan magno, que necesariamente requeriría la participación de todos los reinos cristianos para poder llevarlo a cabo.
Ese mapa secreto, que para la Orden del Temple era su mejor recurso para lograr la unificación de Europa, fue llevado a Calatrava La Nueva, para ser allí custodiado hasta que la situación social y política permitiera emprender la empresa colonizadora, pero por desgracia, un incendio acabó con él y con las esperanzas puestas en el mismo.
Sin embargo, hubo un relato, que pasó de generación a generación dentro del linaje de uno de aquellos caballeros que se hicieron a la mar desde el puerto de La Rochelle, que defendía la idea de que no todo estaba perdido, pues cuando la comitiva que lo transportaba desde Lisboa, paró en Piedra Santa, cinceló en la pared de piedra de una de sus cuevas los contornos e itinerarios del viejo mapa. Lo que se desconoce es quién contó aquello a aquel marinero catalán o genovés, un tal Cristóbal Colón, el mismo que ha pasado a la Historia por ser el descubridor de América.

Carlos Mora.

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