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Renacer del dios Sol en el solsticio de invierno |
Durante el solsticio de invierno (22
de diciembre) el Sol alcanza su cénit en el punto más bajo y desde ese momento
el día comienza a alargarse, progresivamente, en detrimento de sus noches,
hasta llegar al solsticio de verano, en que invierte su curso. El término solsticio
significa ‘sol inmóvil’, ya que en esos momentos el Sol cambia muy poco su
declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador
celeste.
El solsticio hiemal es el
acontecimiento que vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la
cual, para todas las culturas antiguas, representaba el auténtico nacimiento
del Sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a despertar lentamente de su
letargo invernal y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia,
gracias a la fertilidad de la tierra. En el solsticio de invierno, todos los
pueblos antiguos celebraban el nacimiento del astro rey mediante grandes
festejos, caracterizados por la alegría general y acompañados de ceremonias
colectivas, centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida de ciertas
plantas mágicas, como el muérdago. Las grandes hogueras tenían la función de
provocar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido, que
encaraba su curso hacia la primavera, inundando la tierra con su poder
regenerador. Otro tanto sucedía durante el solsticio de verano, época adecuada
para mostrarle, al divino sol, el agradecimiento de quienes habían sobrevivido
un año más, gracias a su generosa intervención en el ciclo agrícola y ganadero.
Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales solsticiales agrarios
no desaparecieron, sino que se adaptaron a las nuevas circunstancias y
necesidades. Por eso, las fiestas paganas más importantes rebasaron el ámbito
campesino y se convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en
origen solicitaban para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como
prosperidad y riqueza para la ciudad.
Desde hace miles de años y para las
culturas y sociedad más diversas, el solsticio de invierno ha representado el
advenimiento del acontecimiento cósmico por excelencia. No es ninguna
casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses, relacionados
con el Sol (como Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dioniso/Baco, etc.) fuese situado
durante este período temporal.
En la antigua Grecia, el culto popular
de Dioniso estaba repartido en cuatro grandes festividades: las dos primeras
(las Dionisíacas de los campos y las Leneas) se celebraban alrededor del
solsticio invernal, con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y
en medio de festejos, caracterizados por la gran alegría general. Las dos
últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la resurrección de la
Naturaleza.
En Roma, la celebración de las Saturnalias
(fiestas dedicadas a Saturno, padre de los dioses olímpicos y dios protector de
la Naturaleza) duraba una semana. Después de la ceremonia religiosa, había
grandes festejos y banquetes, se abolían temporalmente las clases sociales y,
en los ágapes, los señores servían a sus esclavos; cesaba toda actividad
pública (en tribunales, escuelas, comercios, operaciones militares, etc.) y no
se permitía ejercer ningún arte ni oficio, salvo el de la cocina; se imponía el
hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a sus mesas, bien surtidas,
a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban juegos de azar, etc.
En los mitos solares de todas las
culturas antiguas, ocupa un lugar central la presencia de un dios joven
(Jesucristo en la religión cristiana), que cada año muere y resucita,
encarnando en sí los ciclos de la vida de la Naturaleza.
Durante el solsticio de invierno, la
imagen del dios egipcio Horus era sacada del santuario para ser expuesta a la
adoración pública de las masas. Se le representaba como un niño recién nacido,
recostado en un pesebre, con cabello dorado, con un dedo en la boca y el disco
solar sobre su cabeza.
Mitra, uno de los principales dioses
de la religión hindú, objeto de un culto aparecido unos mil años antes de
Cristo, cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era
el principio mediador colocado entre el bien (el dios Ormuzd) y el mal (el dios
Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo
y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que,
según sus seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Era un
dios que había nacido de madre virgen, en el solsticio de invierno, en una
gruta o cueva, fue adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido,
acabó siendo muerto y resucitó al tercer día.
Baco, otro dios solar romano, también
estuvo destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado
y despedazado (como Osiris) y su madre también lo buscó (como Isis) y recogió
todos sus pedazos y lo resucitó. Según la tradición, Baco moría despedazado en
el equinoccio de primavera y resucitaba a los tres días.
En el siglo II de nuestra era, los
cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección, ya que consideraban
irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían
absolutamente cuando pudo haber acontecido. Durante el siglo anterior, al
comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma
clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los
Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como el 6 y el 10 de
enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, etc. Pero el papa Fabián (236-250)
decidió cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a
quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del nazareno. A pesar de
la disparidad de fechas apuntadas, todos coincidieron en pensar que el
solsticio de invierno era la fecha menos probable, si se atendía a lo dicho por
Lucas en su Evangelio: “Había en la
región unos pastores que pernoctaban al raso y, de noche, se turnaban velando
sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor y la gloria del Señor los
envolvía con su luz…” (Lucas, 2, 8-14). Si los pastores dormían al raso,
cuidando de sus rebaños, para que el relato de Lucas fuese cierto y/o
coherente, debía de referirse a una noche de primavera, ya que a finales de
diciembre, en la zona de Belén, el excesivo frío y las lluvias invernales
impiden cualquier posibilidad de pernoctar al raso con el ganado. Forzando la
escena relatada por Lucas hasta el límite, otras Iglesias cristianas -ajenas a
la católica como la armenia- fijaron la conmemoración de la Natividad en el día
6 de Enero, ya que, según su deducción, el relato de Lucas sí puede ser
creíble, si se sitúa el nacimiento de Jesús un poco más tarde, en enero y en el
Oriente Medio. Un tiempo y un lugar donde es muy probable la existencia de
cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía con mucho frío. Con el
mismo argumento, otras Iglesias orientales, como la egipcia, griega y etíope,
propusieron fijar el Natalicio el día 8 de Enero.
Entrado ya el siglo IV, cuando ya se
había concluido el proceso de trasvase de mitos desde los dioses solares
jóvenes precristianos hacia la figura de Jesucristo, se decidió fijar una fecha
concreta. Dado que a Jesús se le había adjudicado toda la carga legendaria que
caracterizaba a su máximo competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue
hacerle nacer el mismo día en el que se celebraba el advenimiento de ese joven
dios. De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el pontificado de
Liberio (352-366), se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de
Diciembre, fecha en la que los romanos celebraban el Natalus Solis Invicti, el “nacimiento del Sol Invencible”, un
culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían podido vencer y,
claro está, la misma fecha en la que todos los pueblos contemporáneos
festejaban la llegada del solsticio de invierno. La fecha del 25 de diciembre
fue fijada por el orbe católico como algo inamovible, aunque no fue aceptada
por la Iglesia oriental que, aún hoy día, sigue celebrando el Natalicio de
Jesús el 6 de Enero.
Con la instauración de la Navidad,
también se recuperó en Occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las
parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus
feligreses hasta el siglo XII.
Marcel Félix de
San Andrés Sánchez
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