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Ilustración leyenda 'el salto de la novia' |
Cuentan que hace muchos años era obligado cumplir la tradición por la
que los novios que iban a contraer matrimonio tenían que someterse a una
curiosa ceremonia para demostrar, ante familiares y vecinos, que se querían de
verdad, y asegurarse así la felicidad y fertilidad del matrimonio. Siempre que superaran
la prueba.
Poco antes de la boda, acompañados de familiares y amigos, iban al
paraje ubicado en la cascada de la
Cimbarra y justo donde más se estrechaba el río, exactamente
donde la piedra ofrece su color plomizo bajo las estrellas, la novia tendría
que cruzar a la
orilla opuesta de un salto. Ante
la atenta mirada de los allí presentes.
Si superaba la prueba sin daño alguno conseguiría para la pareja una gran dicha en el matrimonio y quedaría demostrado que la
joven amaría y sería fiel a su novio. Pero, si no lograba cruzar a la otra
orilla no se podría celebrar la boda porque el matrimonio sería desgraciado. Así,
convencidos de ello, los novios rompían su compromiso y su relación.
Cierto día, dos jóvenes novios bajaron a la Cimbarra radiantes de
alegría para mostrar ante todos que se amaban. Sabían la presión a la que
estaban sometidos siendo observados por tanta gente, pero estaban dispuestos a
demostrar que aquella vieja tradición,
en la que no creían, no haría peligrar el amor que sentían el uno por el otro. Pero
tampoco estaban dispuestos a que sus vecinos, con los que tenían que convivir a
diario, les miraran con recelo por negarse a superar una inofensiva prueba que, desde tiempos remotos, venían superando
las parejas de los pueblos cercanos. Incluso ellos habían cruzado cientos de
veces por aquel sitio desde que eran niños.
Como en otras ocasiones, la gente esperaba el salto con impaciencia.
Pero, aquel día el comentario general se centraba en lo revuelto que bajaba el río Guarrizas y en el ruido
ensordecedor del agua al chocar contra las rocas. Los presentes confiaban en el
destino, pues daban por seguro que la fuerza del amor de la novia sería más
fuerte que la del embravecido río. También los dos enamorados temieron y
comentaron su mala suerte por lo bravo que bajaba el río, pero aquella mujer
con cara de niña, cabellos dorados y ojos de color miel no estaba dispuesta a
que el río le arrebatara su más preciado tesoro, el joven de tez morena y ojos verdes al que amaba
apasionadamente.
Así, aunque nerviosa, se separó de su amado y se dispuso a saltar. Cogió
carrerilla mientras controlaba el momento de tomar impulso, pero cuando llegó
el momento de saltar perdió pie y… la fatalidad quiso
que cayera al agua y fuera rápidamente arrastrada hacia un
remolino que la escondía y la mostraba a su capricho. El joven, desesperado y
en una prueba suprema de amor, se arrojó inmediatamente al río para tratar de
rescatarla de la potente corriente que la llevaba a una muerte segura. Pero por
más esfuerzos que hizo, el agua los sumergió a ambos. Sus jóvenes cuerpos, inertes y entrelazados, aparecieron río abajo, donde el
agua culmina su remanso, enviando lágrimas entre las
piedras.
Aquella terrible tragedia
hizo reflexionar sobre la validez de la, ahora fatídica, tradición, y,
coincidiendo los vecinos en que aquello podría traer más desgracias que
alegrías, se voló con dinamita el paso estrecho para que en el futuro a nadie
se le ocurriese saltar de nuevo.
Se cuenta que aun hoy, en las noches de luna llena, cuando los luceros danzan en el firmamento, se escuchan por el valle los
lamentos y las promesas de los enamorados que murieron por demostrar a los
demás lo que ellos bien sabían. Desde entonces, la
cascada de la Cimbarra llora su perdida y el río se convierte
en el manto blanco y puro de la novia, que acoge tiernamente a su amante,
convertido en piedra.
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