Cuentan que hace muchos años existía en Chillón una casa con
una ventana, en la que habían quedado marcados los dedos de una mujer en sus
barrotes. Nadie recuerda a quién pertenecieron esos dedos, pero muchos sí
conocían la historia de una mujer que pasó toda su vida asomada a esa misma
ventana y repitiendo, como si de un mantra se tratara, la frase “vendrá, me ha
dicho que vendrá”. La “Casa de la Eterna Espera” la llamaban, y según me
contara mi abuelo, ello se debía a una triste leyenda.
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Ilustración para leyenda 'El Arroyo de los Muertos' |
En un tiempo en que no existían los automóviles y tampoco
las carreteras para ir de la vieja aldea de Los Palacios de Guadalmez a su
villa matriz, Chillón, se utilizaba un camino, que tras subir el Puerto de la
Virgen, pasar por La Nava de Santiago, atravesar Puerto Mellado, y serpentear
por los cerretes de Chillón, llegaba a los pies de la sierra de la Virgen del
Castillo y a poco más, hacía su entrada en la antigua villa.
Pues en ese tiempo, vivía en la aldea un mozo, huérfano
de padre, que con su trabajo en el campo, sacaba adelante a su madre y dos
hermanas, y que en una de sus visitas a Chillón, se enamoró de una joven de
ojos azules, piel suave como la seda y cabello color azabache, a la que dio su
palabra de matrimonio, por lo cual, cuando las labores agrícolas y las
obligaciones familiares se lo permitían, iba a visitar a su ventana, para
sumergirse los dos en un mundo de promesas y gozos.
Un domingo, del mes de abril, cuando el campo despierta
en colores, húmedo y tierno, tras haber permanecido duro y dormido por el
cortante frío de la estación invernal, aquel mozo de Guadalmez, vestido con su
mejor traje de pana y calzado con sus botas nuevas, recogió los cuatro ramos de
flores que su madre le había dejado sobre la mesa, y tras besar a su familia,
se encaminó por el viejo camino de Chillón para ver a su amada. Cuatro, eran
los ramos de flores, de unas enormes margaritas blancas, los que llevaba, para,
por encargo materno, ir depositando en las tres ermitas que jalonan el camino,
Nuestra Señora de los Remedios, Santiago y Santo Domingo de Silos. El último lo
reservaba para la dueña de sus pensamientos.
Nada más salir de la aldea, depositó el primer ramo a los
pies de la imagen de la Virgen de los Remedios y echando un trago de agua del
arroyo que por allí corría, se dispuso a subir el agotador puerto. Qué bonito
se veía desde allí el valle, y cómo se mecía al viento el trigo verde que
tantos sudores le había costado inseminar en la tierra. Pero cuando llegase la
época de la cosecha, sus frutos le permitirían finalmente poder celebrar la
boda que tanto ansiaba. Tras descender el collado se percató de la presencia de
un lobo, que merodeaba por allí, y tras agarrar una piedra, se la lanzó al
depredador para asustarle. Pero éste le mantuvo la mirada y ni siquiera se
movió de su sitio. Aquello extrañó al mozo, porque lo normal es que un animal
solitario hubiese echado a correr ante la presencia del hombre, pero
olvidándose del lobo, continuó caminando, hasta llegar a los pies de un arroyo,
que corría cantarín entre arbustos y matas. Fue un gruñido lo que le hizo torcer
la mirada, para descubrir que tras él iba una manada entera de lobos, que
comenzaron a rodearlo allí mismo, a los pies de ese arroyo. Ahora comprendía
porqué aquel lobo no había huido, y sus pensamientos volaron a la ventana de
una casa, con una reja forjada y una maceta de geranio, donde el amor de su
vida aguardaba. Se le quedó helado el corazón.
Un pastor, que por allí pasó unas horas más tarde, sólo
encontró unas bonitas botas nuevas y margaritas teñidas de rojo flotando en el
arroyo. Al ir a coger las botas, lo que dentro de ellas encontró le dejó sin
habla para el resto de sus días.
Dicen que todos los años, por el mes de abril, florecen
unas curiosas margaritas de tonalidad carmesí, junto a las ermitas de Santiago
y Santo Domingo, mientras que otra flor de tallo más carnoso, se marchita,
agarrada a los barrotes de una ventana, esperando ver aparecer al príncipe que
la habrá de librar de esa prisión.
Carlos Mora.
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